A propósito del libro y la lectura

Especial
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Víctor Rodríguez Méndez

 

1.

Recién se acaba de llevar a cabo en Morelia el Coloquio del Programa Nacional de Salas de Lectura “La lectura, el uso social y sus entornos”, en donde se anunció una encuesta sobre el comportamiento del lector en México, incluyendo los nuevos hábitos de lectura digital, así como el fomento de la lectura en lenguas maternas. Con la participación de más de 130 mediadores de las 2 mil 300 salas de lectura que existen en México, en general la reunión trató temas sobre el fomento de la lectura en contextos de violencia, migración, en comunidades indígenas y con gente en situación de reclusión o de calle, entre otros. He aquí una reflexión al respecto.

2.

Creo, al igual que el escritor Gabriel Zaid, que el libro es muchas cosas simultáneamente: obra personal, objeto de arte, producto industrial, incunable, documento oficial, instructivo práctico, medio kilo de basura, juguete para niños, reportaje de hechos recientes, serie de poemas, enciclopedia y colección de fascículos. Es recetario de cocina, material gratuito para la enseñanza primaria, medalla o placa conmemorativa que reparten las instituciones para su mayor gloria, tres horas de lectura divertida, revelación que cambia la conciencia del mundo y de sí mismo, monumento de la cultura nacional, transcripción de archivos, base de datos estadísticos, novela que conduce al patíbulo, y un largo etcétera.

El libro es también objeto de intercambio comercial y materia negociable en una importante faceta de la economía del país; pero, fundamentalmente, el libro es una presencia útil que, a su vez, hace útiles muchas actividades y oficios.

Como objeto el libro es una maravilla. Es, valga el lugar común, el mejor de los amigos: nunca nos abandona, siempre está ahí, esperándonos para darnos comprensión y esparcimiento. Leyendo y saboreando su contenido encontramos más de lo que buscamos, y al final de cada lectura nos deja más de lo que nos imaginamos.

 A estas alturas nadie duda del trascendente papel que ha jugado el libro en la historia de la humanidad. Sin embargo, esa relevancia es desproporcionada con relación a su escaso peso económico en el producto nacional, lo cual nos debe hacer reflexionar acerca de la necesidad de fomentarlo como una oportunidad de grandes beneficios sociales para México, y a muy bajo costo si se lo ve como material insustituible para la educación en la familia y en las escuelas. Fomentar el acceso al libro, fomentar su libre circulación para acercarse a la gente que tenga el mínimo interés por abordarlo. Mejor fomentar el libro que darse a la tarea de “construir” lectores, como si éstos –en plural– se dieran así como así, a punta de palazos y pegar ladrillos. Mejor, como propone la antropóloga Michèle Petit, promover la lectura como una herramienta útil para ayudar a que las personas puedan construirse, descubrirse, “a hacerse un poco más autoras de su vida, sujetos de su destino, aun cuando se encuentren en contextos sociales desfavorecidos”.

2.

Hablemos de la lectura y la escritura. Porque es imposible desasociar el acto de escribir –ese cuerpo hermoso con el que se viste el libro para cada ocasión– con el acto de leer. Ambos ejercicios estimulan el acto de pensar, es decir, estructurar ideas y, por ende, comunicarnos mejor. Es sabido que un buen escritor es comúnmente un buen lector; sin embargo, un buen lector no necesariamente será un buen escritor.

Aclaremos: la lectura y la escritura basan sus principales estímulos en el placer y el deseo personal. Un deseo insatisfecho de querer cambiar al mundo. Juntas o por separado, unidas siempre por el vínculo indivisible de la magia poética, propician una conjunción de espacios relevantes: ambos, el espacio de la lectura y el espacio de la escritura, elaborados íntima y singularmente, no significan otra cosa que descubrimientos y construcciones; son espacios que se reconstruyen en sí mismos, a la vez que representan un papel fundamental en “la invención de otras formas de compartir aparte de las que nos oprimen o nos encierran”, como señala Michéle Petit. Dice: “Entre más difícil es el contexto, entre más violento, más vital resulta mantener espacios para el respiro, el ensueño, el pensamiento, la humanidad. Espacios abiertos hacia otra cosa, relatos de otros lugares, leyendas o ciencias. Espacios donde volver a las fuentes, donde mantener la propia dignidad”.

De tal manera podemos afirmar que la lectura sigue siendo una experiencia irremplazable, donde lo íntimo y lo compartido están ligados indisolublemente. Queda claro también que el gusto por la lectura –y por la escritura, su hermana gemela– debe abrirse paso entre tantos obstáculos (distancias geográficas, dificultades económicas, barreras culturales y psicológicas), entre esa dicotomía de  “prohibido” y lo “obligatorio” que a la luz de la experiencia de generaciones atrás ha provocado más gestos de rechazo y resistencia, incluso de conformismo y sumisión, que abrazos y besos.

Lo que se debe hacer es invitar a niños, jóvenes y adultos a integrarse a espacios donde, sin reservas, se les permita una aproximación y mayor familiaridad con los textos escritos, para así lograr un intercambio tal que logre que el libro transmita al hipotético lector sus pasiones y curiosidades, pero también que le haga interrogarse sobre su lugar, su oficio y su propia relación con la lectura. Esto, a mi entender, logra forjar lectores activos y con grandes posibilidades de reconstrucción.

El libro, pues, es muchas cosas más que un simple objeto; mejor dicho: es un verdadero objeto del deseo, o artífice al menos del deseo de pensar, de la curiosidad, de la exigencia poética y de la necesidad de relatos. A través de él podemos hacer valer nuestros derechos culturales al conocimiento y a muchas cosas más. Tenemos derecho a saber, dice Michèle Petit, “pero también el derecho al imaginario, el derecho a apropiarse de bienes culturales que contribuyen, en cada edad de la vida, a la construcción o al descubrimiento de sí mismo, a la apertura hacia el otro, al ejercicio de la fantasía –sin la cual no hay pensamiento–, a la elaboración del pensamiento crítico”. Ya Octavio Paz decía que la literatura es, en el sentido amplio de la palabra, “invención verbal y reflexión sobre esa invención, creación de otros mundos y crítica de este mundo”;

3.

Por sí mismo el libro no construye lectoras y lectores; tampoco las campañas institucionales construyen “lectores” con proyectos ocurrentes y sin objetivos claros; en cambio, pensemos que el libro, así como la lectura y la escritura, la literatura en sí misma, ayudan a las personas a “construirse a sí mismas”. Comprobado está que a través de un texto literario es posible que las personas puedan elaborar un espacio de libertad a partir del cual puedan darle sentido a sus vidas. Porque la lectura siempre produce sentido. Su sentido está dado en tanto el lector no se enfrente a ella como un consumidor pasivo, sino en cómo se apropie de los textos, los interprete, modifique su sentido, deslice su fantasía, su deseo y sus angustias entre las líneas y las entremezcle con los del autor o autora. Sólo así el lector –el buen lector, “mi prójimo, mi hermano”, según Baudelaire–, producto de la buena literatura, podrá ser sujeto de reconstrucción, a sí mismo y por sí mismo. Si bien el propio Octavio Paz creía que la literatura no salva al mundo, al menos, decía el poeta, “lo hace visible: lo representa o, mejor dicho, lo presenta” y a veces, también, “lo transfigura; y otras, lo trasciende”.

Así que si la escritura y el libro nos dicen algo es tarea de cada quien descubrirlo. Esa es la magia del libro y la lectura, cuando nos vamos detrás en busca de ese “sueño dirigido” que es la literatura, según Borges. Sobre todo es tarea de los iniciadores de la lectura –docentes, talleristas, familiares, editores– proponer al lector, según palabras de Michéle Petit, “múltiples ocasiones de encuentros inéditos, imprevisibles, con una parte de azar, donde también la transgresión encontrará su lugar”.

4.

Mientras tanto, el libro existe y seguirá existiendo porque no es producto de una sola intención. Escritores, editores y libreros son sólo una mínima parte de su génesis y composición. Y he aquí lo más maravilloso del libro: se ha ido haciendo solo a lo largo del tiempo y a través de la experiencia del lector. Y hablo de “el” libro, y de “el” lector, así en singular, porque me parece que es la forma más propia de referirse a quienes se funden en un acto eminentemente personal, íntimo: la lectura, también en singular.

Son esos lectores el complemento a la tarea de quienes de un modo u otro están involucrados en su hacer y quehacer. Los lectores que, por desgracia, cada día son menos en nuestro país. Esos lectores que comparten con sus autores la alegría del libro como producto cultural y hacedor propiamente de cultura. Porque uno lee un libro y luego lo guarda, lo relee, lo recuerda. Como la cultura. Es verdad que los libros informan y educan, testimonian y documentan, pero también es cierto que evocan y recrean historias que no dejarán de serlo por ser parte de un recuerdo personal o colectivo: son historias vivas que la palabra escrita y las imágenes harán perdurar en cada página y en cada libro.

Libros que desde los estantes nos hablan y nos reclaman interlocutores, como el ecos intermitente de una vieja amistad que no ha desmejorado a pesar de los contratiempos. Y cómo no sentirse orgulloso uno de ser parte del resplandor que emana del maravilloso acto que es —si no crear, producir o resguardar— tener y leer un libro en nuestras manos para hacer perdurable el tiempo y la experiencia que nos ofrece. Lo dijo Oscar Wilde en De profundis(1895) a propósito de su encierro carcelario: “Si no puedo hacer libros maravillosos, al menos puedo leerlos”.

A cada lector le corresponde seguir dándole dignidad al libro. Y a quienes los editan, distribuyen  y venden, su tarea es facilitar la lectura a la gente. Ambas son quehaceres sustanciales en una época en la que cada vez la palabra pierde vigencia ante la tiranía de la imagen. Vivimos una época en que la lectura debe estar a la altura de la creación y la producción editorial. No es tiempo para censuras de cualquier tipo, ni de impuestos adicionales. Fomentar el libro desprejuiciadamente y con un alto sentido de su proyección cultural significa —antes incluso que producirlos en cantidades industriales— inducir a su lectura, con la que se complementa el inimaginable valor del libro.