Paricutin, a la mitad

Imagen: Samuel Ponce
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Angahuan/Samuel Ponce Morales

En el último día de las vacaciones de Semana Santa, el camino a caballo hacia el volcán del Paricutín es literalmente libre.

Se trata de una travesía de menos de ciento veinte minutos, recorriendo veredas empedradas y rústicas, tapizadas solo por la arena volcánica.

De vez en cuando se avizoran algunas chozas, algunas compactas, no más de media decena; en el andar solo hay mayoritariamente figuras de la naturaleza.

“Cantero”, el caballo que enfila hacia el mítico volcán va de líder, con sus ya anunciados trotes, sabe por dónde se hace más fácil el arribo.

El día no es caluroso, pero lo hace el cansancio del no acostumbrado montar al compañero el “Güero”, un equino que va con menos aspavientos.

No hay manera de descansar, de pernoctar, aunque sea algunos minutos; el camino no acaba con tanto redondear pequeñas pirámides de roca volcánica.

Por fin, está uno bajo el legendario volcán, cuya una parte de su falda da paso a tres y casi cuatro chozas, en una de ellas apenas almuerza una familia,

Dos pequeñas con huellas en el rostro de tierra, de polvo, y con el cabello desaliñado, sonríen tímidamente, mientras dan bocados a su gordita.

Sus papás, dos indígenas, nos miran sin mirarnos, así, de reojo, con y sin desconfianza, midiéndonos y no midiéndonos.

Han aceptado compartir su austero pero delicioso almuerzo, en tanto el pequeño minino del humilde albergue se hace presente, se deja acariciar, ronronea.

Es antes de mediodía, las nubes grises taponean los rayos solares, pese a ello el subir es lerdo, se hacen breves y a veces medianos parqueos.

Desde la mitad del volcán más joven del mundo, aquel que al hacer erupción en febrero del 43 cambiara el entorno purépecha, se devisa un aire de grandeza.

Empero, el cansancio en el adolescente obliga a una forzada retirada, no hay más hálitos para continuar, solo la promesa que en verano la vista desde el cráter será nuestra.