Tarímbaro/Samuel Ponce
Los campos de la comunidad El Colegio son un todo colorido, a veces, que no son pocas, asemejan grandiosas alfombras de floridos colores y excitantes aromas.
No es de madrugada, pero pareciera con ese cielo nublado que gradualmente va perdiendo ese gris casi oxford para dar paso al toque aborregado que lo hace más divertido.
En este tardío adiós de verano y la tenue llegada de otoño, aquí son tiempos de cosecha de miles de flores que tapizan decenas que hacen centenas de casi perfectos rectángulos.
El andar por El Colegio suele ser un paseo campirano, de aquellos en que uno puede soltar los suspiros posibles y emanar ese olor de un todo de la naturaleza a la vista.
Allá, divisa uno los minoritarios campos de flor de la manita o el mecapalxochitl o la mano de león, originaria del país y que pocos sabemos que cura males del corazón.
Más allá se sitúan los plantíos del tagete erecto o cempasúchil o cempoalxóchitl o cempoal o flor de muerto, cuya palabra deriva del náhuatl cempohualxochitl: muchas flores.
Y, cierto, la flor de muerto es la que mayoritariamente ilumina el campo de El Colegio, hay por doquier, pero de todos modos resaltan la descifrable mano de león y el toque elegante de la nube de flor.
Es mucho antes del mediodía, y no exactamente desde muy temprano los campos son tomados por decenas sin llegar a centenas de cortadores, de cosechadores, sin acotamientos de edades ni de géneros.
Una parte de la natural vereda, la principal, sin planchas de concreto y menos abolladuras de concreta, desliza a sus lados enormes árboles que sombrerean el caminar.
Y también en esos lados, de izquierda o derecha o viceversa, se erigen majestuosos los cultivos de casi exuberantes colores, arrullados aún por el rocío de una mañana que anuncia inviernos no bienvenidos.