Morelia/ Redacción
En la huelga del Sindicato de Trabajadores al Servicios del Poder Ejecutivo (STASPE), que estalló el martes 22 de abril, hay algunas dependencias que no fueron cerradas por los sindicalistas en paro, una de ellas es la Casa de las Artesanías (Casart), ubicada en lo que fue el Convento Franciscano de la antigua Valladolid, edificio aún aledaño al Templo de San Francisco, que continúa prestando servicios religiosos a sus feligreses católicos.
Aquí la huelga es virtualmente simbólica: los trabajadores en paro ocupan el portal frontero del edificio, en la fresca sombra, y su mayoría forma un semicírculo, aunque algunos están de pie; tienen botellones grandes de refresco, pero al llegar no se ve ninguno tenga un vaso en las manos. Es la una de la tarde con veinte minutos. La camisa del uniforme de los custodios de la huelga en este portal es azul.
En este lugar quienes resultaron afectados por el movimiento huelguístico son las familias de artesanos pobres que aquí se instalan todos los días a ofrecer su vendimia.
La conversación entre los sindicalistas no se ve muy animada, más bien platican entre dos o tres, en distintos grupos, y seguramente no de la huelga. Decido, ya que encuentro la Casa de las Artesanías abierta, hacerle una visita, aunque ya muchas veces he estado aquí, e incluso he invitado a conocerla a amigos y parientes que han venido de otras entidades del país.
Hago primero un recorrido rápido por los pasillos del patio principal, en la planta baja. Este patio siempre ha despertado mi curiosidad: se me hace extraño que esté rodeado de un barandal de cantera, con un solo acceso al oriente del patio, pero quien va a entrar tiene que hacerlo hacia el poniente.
Los pasillos están atiborrados de artesanías, tanto ornamentales como de uso práctico: figuras de diversos animales (jaguar, tortuga, lobo, etc.) tejidas con fibras vegetales; trabajos de martillado en cobre, cazos, platones, ollas; una pieza extraña: un alebrije, pero no de cartón como es usual, sino realizado en barro cocido y pintado con llamativa policromía; cuatro tallas de madera de caballos relinchando, muy bien pulidas; mecedoras, sillas, comedores, salas, ollas, cazuelas, juguetes, textiles diversos (rebozos, blusas, faldas, zarapes, incluso hasta mantas simples) de variados colores; nacimientos; diablitos de Ocumicho; árboles de la vida de barro y de palma, portales de madera ricamente tallados. Pero apenas echo un vistazo.
Después voy al piso superior. Me detengo un momento ante el mapa de las regiones del estado; es la una de la tarde con treinta y siete minutos. Sigo el recorrido por el pasillo sur del edificio, que tiene locales de artesanos particulares, y son independientes del comercio general de la Cadart. Para hacerlo, me ubico en la ventana poniente del pasillo, que da a la Plaza Valladolid, donde hay seis globeros, tres de ellos tradicionales, y los otros tres con globos de fantasía más reciente, dos con rehiletes también y uno hasta con juguetes que ruedan, carros y animalitos; están las infaltables palomas de la plaza, y hasta un vendedor de dulces en una banca de cantera, seguramente tomando un respiro en su jornada. Vista la explanada, para emprender el recorrido compruebo que faltan quince minutos para las dos.
Me asomo a los locales que veo abiertos. Primero está el de Ichupio, donde se expenden figuras tejidas con fibras vegetales: Cristos, campanas, aros, estrellas, y pinturas de paisajes pueblerinos de vivos colores; frente al local, a un lado y otro de su puerta, pero junto al muro opuesto, hay dos vitrinas grandes, donde se exhiben trabajos de barro cocido, ollas, cazuelas y platones; en el primero son trabajos de los que sus creadores pintan de verde, y tienen una textura china, como de hojitas; en el segundo los objetos mostrados son de barro liso, con diversos tonos de ocre combinados en los utensilios.
Siguen otras dos vitrinas, una con charolas de madera laqueadas y una construcción de madera de unos cuarenta centímetros de alto, con la fachada al descubierto, para mostrar un taller de manufactura de guitarras; en la otra se ven utensilios de madera, fundamentalmente de cocina, y juguetes, y una pequeña construcción permite ver su interior: se trata de un taller familiar donde se hacen juguetes de madera.
A la derecha, encontramos el local de Pátzcuaro abierto, donde se ven fundamentalmente textiles (blusas, rebozos, pantalones).
Hay más aparadores a la izquierda, que muestran juguetes, ollas, textiles, platones, y fuera de las vidrieras, en el suelo, dos bellos juguetes: un camión grande, de redilas, y un caballito.
En el local de Paracho se exhiben trabajos de madera, guitarras y textiles, y en otro de Pátzcuaro hay artículos de madera y de metal, pero aquí no hay textiles.
En el pasillo ya no hay más locales abiertos, pero junto al muro norte hay más aparadores, uno donde se muestran artículos de cobre (ollas, cazos y sartenes que se usan para fundir el metal, así como pequeñas herramientas de juguete); en otro hay figuras antropomórficas, un morral tejido, una batea, y lazos torcidos con los que se hicieron una bolsa y un taburete; uno más, figuras tejidas con fibras vegetales, con los que hacen sillas, así como un sombrero; el que sigue muestra figuras humanas, juguetes y utensilios elaborados con barro; después, otro con figuras de barro, utensilios de cocina, y un juego de jarra y tazas, y en el último ollas de barro y un árbol de la vida, sin colores.
Por la ventana del pasillo a la izquierda me asomo al patio interior del edificio, en la planta baja, donde está en exhibición una cabaña de madera y muebles distintos, principalmente comedores. Son las dos de la tarde con 15 minutos.
Antes de abandonar el piso superior también recorro los pasillos que dan al patio principal del inmueble. Los objetos aquí exhibidos son artesanías de todo el estado, hay textiles, maderas talladas, lacas, los trabajos de cobre son espléndidos, y no menos sorprendentes y bellos los de barro y cerámica, máscaras, huaraches, sombreros, una Virgen de Guadalupe de tamaño natural tallada en madera (la hace verse más alta la base, donde se supone está parada sobre un risco y la sostienen un angelito); junto a los aparadores donde se muestran los objetos hay a intervalos cuadros que informan la procedencia de las artesanías y las formas de su manufactura.
Para iniciar el descenso a la planta baja me detengo un momento frente al mapa de las regiones de Michoacán: Meseta, Occidente, Costa, Lacustre, Centro, Oriente y Tierra Caliente. Durante el recorrido el palacio ha estado relativamente tranquilo, hay poca gente. Más cuando me ocupo de leer los nombres de localidades y municipios que forman parte de dichas regiones irrumpe en el recinto una fuerte algarabía: son unos tres o cuatro niños corriendo, gritando y riéndose a carcajadas. Los padres no se quedan atrás, los llaman con fuertes gritos y los alientan a mostrar de tan ruda manera lo que están gozando el paseo.
Aunque desconcentrado continúo mi tarea hasta el final. La familia, al subir las escaleras emprendió el camino hacia su izquierda, para recorrer los pasillos. Los niños se adelantan corriendo y echando gritos, sus padres detrás, y en un santiamén recorren la exhibición de artesanías, para aparecer al fin junto al área del mapa de las regiones: el papá lleva en la maño una bolsa de “churritos” con mucho chile y la mamá una de papas fritas con el mismo aderezo; los niños no se ve que porten nada en la mano y seguramente no llevan ni chicles ni caramelos en la boca, a juzgar por los gritos y risotadas.
Con la misma velocidad que subieron y recorrieron los pasillos la ruidosa familia desaparece, previa foto que toman los padres a los niños, a quienes hacen gritar alborozados: “güisqui”, “güisqui”. El mayor de ellos se queda con el retintín de la palabra en la boca y la sigue gritando mientras bajan las escaleras.
Son las dos de la tarde con cincuenta minutos cuando estoy otra vez en la planta baja, un paseo más por los pasillos de la exhibición del patio principal, y salgo del edificio. Es buena hora para ir a comer algo, ya se me despertó el apetito.