Violación, la persistencia de la cultura del horror

(Imagen: Especial)
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Por Lucero Circe López Riofrio

Celebro que los eventos políticos recientes impactarán la democracia y, posiblemente, la justicia, que espero sea mucho mejor, más politizada y participativa. Estos hechos que se han suscitado en nuestro país son de suma relevancia por la trascendencia que tendrá en la dinámica social, económica y política.

Sin embargo, hoy le comparto mi indignación. Si hubiera más palabras que expresen mi desasosiego posiblemente ni siquiera pudiera nombrarlas para que salieran de mi boca y escribirlas.

Giséle Pélicot, de ahora 71 años, no entendía cómo es que le dolía constantemente el cuerpo; cómo es que presentaba desgarros, sangrados e infecciones vaginales, moretes y escoriaciones; cómo es que se sentía tan triste, agotada, enferma, temerosa y angustiada. Su cuerpo, con memoria, hablaba a través de la disonancia cognitiva y emocional que algo no estaba bien.

Fueron 91 hombres – de los que se sabe- los que pudieron ser reconocidos por haber violado a una mujer a la que su esposo drogó durante 10 años para que fuera ultrajada de manera permanente, sin cansancio (una agonía diaria). Ella estaba inerte e indefensa, dormida producto de la sedación. Los médicos del sistema de salud público y privado jamás detectaron ni cuestionaron el constante consumo y permanencia de la droga que solicitaba su esposo para dejarla inconsciente. El típico “nadie supo nada”.

Hasta que varias mujeres denunciaron al agresor, Dominique Pélicot, por tomarle fotos a otras por debajo de sus faldas en la calle y en el transporte público. Al indagar, la policía da con los videos que subía a una red de pornografía, en donde intercambiaba el material con otros hombres a los que mostraba como había sido violada su esposa ante su presencia.

La violación es tan ruin que desestructura; es una violencia que golpea emocional y mentalmente en todo momento. Hace que los deseos lastimen, que el cuerpo sea agredido por una misma y que sea casi imposible no sentir dolor, ante la confusión de que quien dijo quererte te haya lastimado, exponiéndote. No hay palabras. 

En Francia, como en cualquier parte del mundo occidental, la violencia sexual contra las mujeres es tolerada y encubierta por lo que llamamos “pacto patriarcal”, “alienación machista”, “padrotes”, “esposos”, “amigos”, etcétera. Sí, todos hombres. Todos forman parte de un sistema social que viola a las mujeres, ya sea por placer, por dominio y sometimiento, por relajación, por la imposibilidad de socializar entre pares, porque no hay otra cosa que hacer, porque no cuesta, está al alcance, por aburrimiento, porque consiente, porque está dormida, porque no habla y cuestiona, porque es mejor que masturbarse, porque siempre hay oportunidad para ello.

Y no, no son monstruos desequilibrados, no están enfermos, no fueron sacados de las cloacas ni de una cárcel ni tampoco un hospital psiquiátrico. Son hombres que trabajaban como policías, militares, maestros, reparadores, médicos, repartidores, estudiantes, padres de familia, esposos, jóvenes, adultos, viejos, de diversos niveles educativos, económicos y sociales, conocidos y desconocidos, pero quienes también seguramente forman parte de una familia, un hogar, un matrimonio, una relación, una comunidad.

¿Cómo es que los hijos y las hijas de esa pareja, del abuelo y la abuela pueden reponerse de esa noticia? Afortunadamente han brindado todo el apoyo a su madre, y les ha conmocionado reconocer a un padre profundamente violento y a una madre con una dignidad inaudita.

Uno a uno los ha mirado de frente. Uno a uno. Teniendo la valentía de guardar silencio al ver los videos que su esposo grabó en cada hecho, para no gritarles y escupirles. Y uno a uno tienen que ver lo que hicieron con ella, a la que nunca vieron despierta, que pensaron que su esposo les estaba dando permiso de violarla. Uno a uno bajaron la mirada porque sí sabían lo que habían hecho; porque sí distinguen entre el bien y el mal, y la nula diferencia entre sus actos y las aberraciones. Mirarlos los humaniza de nuevo e impide que se escuden en la retórica de “no sabía lo que hacía” y que enfrenten sus actos. Nada más que decir.

Para intentar comprender estos actos, Rita Segato, antropóloga feminista, estudiosa y critica, señala en uno de sus escritos que:

 “La destrucción del cuerpo social a través de la profanación del cuerpo femenino tuvo un papel importante en la guerra genocida del Estado autoritario […]”.

Y que:

 “La crueldad habitual es directamente proporcional al aislamiento de los ciudadanos mediante su desensitización”.

Para mí, hay mucho que hacer y nunca dejar de exigir al Estado que debe y puede garantizar nuestro derecho a una vida libre de violencia, porque también eso es democracia y justicia, aunque no lo entienda y muchas veces no lo crea.