Morelia/Bernardino Rangel
Como una radiografía de nuestra pobreza económica y cultural, como un ultrasonido que revela lo avanzado de nuestra metástasis, así es Tierra de Cárteles, el documental de Matthew Heineman que siguió el desarrollo de las autodefensas en las botas de José Mireles, el carismático líder de Tepalcatepec y médico cirujano que cambió la bata por un chaleco antibalas, que se resistió a negociar con el gobierno, y hoy pasa sus días encerrado en una cárcel de Sonora, México.
El Apocallipsys Now… and here.
El trabajo de los norteamericanos premiado en el Festival de Sundance hace que uno se retuerza en la butaca. Es un documento valioso para todo lo humano, pero aún más, para quienes vivimos la paradoja de estar dentro de esta ridícula guerra y verla de lejos.
Sábado lluvioso en un Cinépolis de Morelia. Tierra de Cárteles le compite a Terminator y a la nueva producción de Pixar. No sé las otras, pero esta sala está completamente llena. Se apagan las luces. Los cortos que preludian la exhibición son de puras películas de terror, el inicio del documental, también: un grupo de encapuchados prepara “cristal” en un laboratorio improvisado entre huizaches. Trabajan de noche y las imágenes retratan con desconcertante belleza los humos, las armas y las máscaras en medio de macabras reacciones químicas.
– Somos cocineros de metanfetamina. Claro que hacemos daño, pero estamos jodidos, no hay de otra.
Poco a poco, los testimonios del documental se van apilando como en una fosa común. “¿Tú qué harías? ¿Esperar que vengan por ti o armarte con una de éstas?” Dice Mireles mientras juega con su rifle de asalto. “¡Si a ustedes les hubiera pasado lo que a nosotros, estarían con nosotros!” Les grita una mujer a los soldados del Ejército Mexicano. “Lo hicieron pedacitos frente a mí”, llora una joven mujer impávida frente a la cámara.
El trío que forman las imágenes desgarradoras, la música hollywoodense y los efectos de sonido (dramatizados), logra un ritmo melancólico y doloroso que extrae algunas lágrimas entre el público. Hay los que no se mueven, los que se reacomodan en su asiento, los que detienen la palomita antes de llegar a la boca. Y no es para menos. La cámara y los micrófonos van en primera fila de la batalla. Nos llevan a los retenes oscuros; a escuchar de cerca las conversaciones de Papá Pitufo y Los Viagras; a correr en medio de las balaceras o a rozar la pistola en la sien de uno que se supone, pertenece a los Caballeros Templarios. “Si cortaste un dedo, te vamos a cortar cinco”.
Cuesta tragarse tanta nitidez. Cuesta terminar de creerle a ese espejo cuando uno sostiene un refresco y una bolsa de palomitas en las manos. Si esto es lo que el mundo sabe de Michoacán, cómo es que no nos han enviado a los Cascos Azules de la ONU. Cuesta, ante las imágenes de cabezas cortadas, entender, cómo es que a nosotros, no nos parezca para tanto.
Si un mérito destaca del trabajo de Heinemam, es su osadía para estar tan cerca. Si uno sorprende, es la cantidad de intimidades que se revelan. Delaciones, rostros, traiciones y hasta los amoríos del conflicto. Un mosaico de humanidades luchando por la vida sin dejar de aferrarse a lo cotidiano.
Es sabido que no hay documental que no proyecte una postura propia, sin embargo, en éste se nota, al menos, un esfuerzo por no tomar partido sin descuidar el hilo de una narración. Un hilo, inexorablemente dramático. Ninguna de las partes involucradas estará contenta al ver el resultado final. Pero así son las guerras, encontronazo de irracionalidades que no se ven sino de lejos y en el tiempo.
Otra narración va contraponiéndose a lo que ocurre en Michoacán: un grupo de vigilantes de la frontera en Arizona que se dedican a cazar inmigrantes aunque dicen luchar contra los cárteles mexicanos. Sobra, y no reúne elementos de trascendencia para compararlo con la historia de las autodefensas. Cuenta simplemente, la historia de un hombre marginal y maltratado por su padre que vio muchas películas y decidió hacer lo que no hace su gobierno (y no puede hacer ningún gobierno del mundo) detener a balazos la migración. Ya se sabe que contra la pobreza y la desigualdad, no habrá, jamás, muros suficientes.
En todo caso, sirve para atemperar un poco la sala y tomar un poco de aire.
Tierra de Cárteles, cumple con el objetivo último de los buenos documentales: rasgar la realidad del espectador acercándole la realidad a la pantalla. Desgraciadamente, los adjetivos que ha reunido por el mundo (asombrosa, osada, impresionante, desgarradora) no son exagerados.
Ojalá sirva para algo, pues si no, la droga y el narcotráfico darán para muchos documentales más.
Al salir de la sala, el empleado del cine que recibe basura y charolas, nos dice: “Que tengan buena tarde”… y uno pensando si será seguro salir a las calles de este Michoacán desgraciado que sirve para hacer documentales tan parecidos a las películas de terror.