Lázaro Cárdenas/Samuel Ponce Morales
El atardecer se va agudizando, al menos el de este día, se muestra moribundo, sin dejos de sobrevivencia; la noche se va asomando, apenas jugueteando, apenas titireteando.
A lo no muy lejos de ese camino que parecía interminable, se delinean anárquicas líneas que figuran casi palmares, casi por doquier; el cielo despejado se va muy lerdamente opacando.
A lo ya no tan lejos, el sol empieza a extinguirse, a oscilar entre el sin número de las mayoritariamente despeinadas palmeras; y, ese es el momento, el del arribo al lugar conquistado a golpe del mineral.
La noche domina. La ciudad asoma sus horizontales luces, pero son más intensas, más esculturales, las que dejan entrever las enormes figuras de acero que tejen el corazón industrial-
Más allá, apenas se divisan ondulantes olas y en ellas las pequeñas perspectivas de los enormes buques, a través de sus intermitentes luces; el faro luce solitario, como es, como debe ser, una estrella nocturna.
El río, ese afluente del Balsas que hace sin hacer frontera apenas se ve y apenas no se escuchar su fluir. La urbe está en una desesperante soledad y no exactamente al cubo.
Y, me refugio en una encrucijada, en donde sin visa se puede transitar en lo que fuera el Macondo michoacano que mira a su alrededor la prostitución de su mundo.