URBANÓPOLIS | Columna
Hasta hace poco tiempo las ciudades se caracterizan por ser la expresión material de la desigualdad social que prevalece. En prácticamente todas las ciudades existe la “parte bonita de la ciudad” fácilmente identificable por la calidad de su urbanización en amplias vialidades, mobiliario urbano, iluminación, transporte, seguridad, establecimientos comerciales y de servicios para una población con altos ingresos económicos.
En contraposición, existen grandes extensiones en toda ciudad que parecen haber surgido producto de la corrupción y clandestinidad, en zonas topográficamente no aptas para el desarrollo urbano, carencia de infraestructura y servicios básicos, así como del equipamiento indispensable.
A esta diferenciación de la ubicación de los habitantes de una ciudad se le denomina segregación socioespacial y ha llegado a ser uno los principales rasgos de las nuevas ciudades. Lo más evidente resulta ser la ubicación de la vivienda, debido a que cada vez es mayor la distancia física que separa a las viviendas denominadas “residenciales” de las de interés social o más aún los asentamientos irregulares.
Frente a este escenario, surgen distintas posturas, desde aquellos que consideran que la ciudad brinda las mismas oportunidades a todos y ser pobre es una consecuencia de falta de habilidades o competitividad, hasta quienes sustentan la idea de la responsabilidad del gobierno por garantizar una calidad de vida para todos sus habitantes, más allá de su ingreso económico.
Es común observar que la desigualdad si bien se mide generalmente en términos económicos, principalmente por la inequidad de ingreso como la de acumulación de la riqueza. Por ejemplo, un informe del Banco Interamericano para el Desarrollo (BID), en la región de América Latina y el Caribe, el 1% de la población más rica recibe el 21% de los ingresos producidos por la economía. Es obvio que dicha disparidad económica quedará patente en la ciudad.
Pero la desigualdad urbana va más allá del recurso económico, implica aspectos tan básicos como la disponibilidad de agua potable y drenaje; el disfrute de áreas verdes; la posibilidad de acceder a equipamientos de salud, educación y cultura cerca de la vivienda. Incluso podemos ir más allá y observaremos que cerca de los desarrollos habitacionales donde habita la población de menor ingreso económico se encuentran instalaciones industriales contaminantes, rellenos sanitarios e infinidad de usos de suelo poco deseables en una ciudad. En otras palabras, la calidad de vida en una ciudad está determinada por el poder adquisitivo de la población.
Esta última afirmación debería constituir una preocupación mayúscula para todos los ámbitos de gobierno en virtud de que ha propiciado no solo una segregación socioespacial de la población, sino una auto-segregación de la población según la disponibilidad de recursos económicos. De aquí que hoy se puedan observar, no zonas de la ciudad bonitas, sino verdaderas “ciudades” dentro de las urbes o zonas metropolitanas.
Los mega desarrollos inmobiliarios han pasado de los tradicionales conjuntos habitacionales a complejos urbanos que ofrecen la posibilidad de una vivienda, extensas áreas verdes para garantizar una mejor calidad del aire y clima, zonas deportivas y comerciales, además de instituciones educativas; prácticamente todo lo que sus habitantes requieren, en otras palabras, sin tener que acudir a la ciudad de la cual el complejo forma parte. Esto permite hablar hoy de ciudades dentro de una ciudad.
Hasta la década de 1970 se consideraba que la exclusión social era resultado de la desigualdad que sufrían ciertas personas y colectivos sociales, a menudo, éstas dejaban de participar en la sociedad mayoritaria o dominante sufriendo así un proceso de segregación o marginación. Hoy se puede hablar de una auto-exclusión con base en la lógica del mercado de suelo pero no se reduce a un factor económico, se trata incluso de la construcción de una identidad de clase social. Habitar en una zona u otra, conlleva a estilos de vida radicalmente distintos.
Hoy las principales demandas de la sociedad no se limitan a vivienda y los servicios urbanos, se lucha por la reivindicación del espacio público, la seguridad, el medio ambiente saludable, además de consumos culturales. Así surgen movimientos sociales muy distintos que apelan y resignifican el derecho a la ciudad. De aquí la relevancia en torno a la disponibilidad de áreas verdes, de un sistema de transporte asequible, de brindar servicios de salud y educación gratuitos y de calidad entre otros muchos aspectos que debe brindar una ciudad.