Morelia/Bernardino Rangel
La brillante tela de un vestido rosa va limpiando los escalones enlodados del estacionamiento. Los tacones remarcan los pasos sobre la superficie metálica. Es noche de huracán y alfombra roja en la ciudad.
El Festival de Cine de Morelia arranca su 13ª edición. Los noticieros y las redes sociales del país sólo hablan del huracán que azota la costa del Pacífico, el más grande de la historia, según los científicos.
Obviamente, llueve. Los paraguas dan la bienvenida a los invitados y protegen a los curiosos que esperan tras las vallas para gritar eufóricos apenas reconozcan a un funcionario o a un héroe de telenovelas. Lo mejor es el espectáculo de los enormes de cañones iluminando la lenta caída de las gotas.
Como la metáfora de un río, la alfombra nace en los charcos de la banqueta y se enfila hacia el interior la sala bordeada en sus orillas de fans, luces, cámaras y reporteros. No hay pudor que dure mucho, los privilegiados de la gala, lanzan sus pasos seguros hacia la pasarela enfundados en sus mejores ropas. En el cauce va el Presidente Municipal y el Gobernador del estado. Los periodistas alargan sus brazos y micrófonos suplicantes. Unas palabras por favor. Algunos se detienen. Por un lado el gobernador, por otro un actor joven muy guapo, de barba, frack y tenis.
En la esquina del enjambre de reporteros, los conductores del Sistema Michoacano de Radio y Televisión entrevistan emocionados a un hombre alto y luminoso que pasó desapercibido frente a la tribuna de adolescentes. Es Peter Greenaway, el gran documentalista. La leyenda.
Cual debe de ser, a la mitad del recorrido de la alfombra, una enorme mampara anuncia a los patrocinadores del Festival. Quien quiera presumir que vino tendrá que tomarse una foto de espaldas a ella para que se la crean, como en La Villa, con la virgencita detrás.
En medio de un intenso olor a palomitas avanzan el nieto del General, el conductor de televisión, el actor de la película de moda, el recién nombrado funcionario, el temido crítico cinematográfico, los guaruras de audífono al oído, la dama del vestido blanco con abrigo de animal y el ejecutivo de la cadena de cines. Todos serán los privilegiados de ver la nueva película de Guillermo del Toro, el genio tan admirado que canceló de último momento.
Pero el huracán ha golpeado con fuerza el protocolo y sus vientos se llevaron el glamour de otros años. A pesar de que estamos lejos del peligro, flota la sensación de que esta noche no era para ceremonias. Se supone que Patricia está causando un desastre en la costa y, la alfombra roja, sabe más hueca que de costumbre. Las salas se quedan semivacías.
Además de estatus, tu invitación te da derecho a un vaso de palomitas. En las filas para cobrarlas se mezclan los hipsters con las esposas de los políticos mientras el gobernador se toma fotos al frente de las blancas letras gigantes que forman la palabra Michoacán. El Festival de Cine sigue siendo uno de nuestros baluartes para combatir nuestra imagen de violencia generalizada y aunque el huracán esté aquí, es deber de todos promoverlo.
La función está por comenzar y la alfombra roja se vacía lentamente. El compacto bloque de reporteros pasa la pasarela y se pierde al interior de la sala donde sucederá la inauguración oficial. Mi gafete no me alcanza para entrar porque sólo dice “alfombra roja” y no “película”. Me quedo mirando las palomitas tiradas sobre el piso y los escenarios vacíos.
Por la alfombra roja desierta vuelvo al huracán. Afuera la lluvia se ha hecho fuerte.
El Festival de Cine de Morelia ha comenzado.