“El Carajo”, entre mezcal y mezcal…

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Pátzcuaro/Héctor Tapia

De manera inesperada una serie de huapangos tocados en guitarra comenzaron a mezclarse con frases en inglés que flotaban en el ambiente.

En el transcurso de la tarde dos o tres parejas, dispersas en el pequeño salón de adobe con sus paredes blancas, decoradas con pinturas, dibujos, luces y anaqueles, se fueron sentando y encontrando refugio en “El Carajo”. Pidieron sus cervezas, sus mezcales, y de fondo un cuadro con Dionisos mirando al centro del bar.

En una de las paredes la sentencia es clara: “Para todo mal Mezcal. Para todo bien, también”, reza la frase rodeada de pinturas y anaqueles donde reposan frascos de distintos tipos de mezcal.


Lo primero en sonar son una serie de corridos, de esos “viejitos” que no pierden vigencia pero que bien “despiertan la sed” de quien llega, que en su mayoría son visitantes o turistas que se detienen en Pátzcuaro.

El actor michoacano Damián Alcázar visita con cierta frecuencia el lugar, cuenta como parte del anecdotario el encargado de la mezcalería, Eduardo Ruiz, mientras sale a la banqueta a fumarse un cigarrillo que aromatiza a tabaco la entrada que da a la calle Arciga, en el pleno corazón de la ciudad.

Jacobo, un norteamericano sexagenario que viste un jorongo, pasea feliz entre las mesas y bebe mezcal. Charla con todos prácticamente. Entra y sale del bar cada vez que quiere fumar.

Eduardo da un giro radical a la música que se reproduce en un minicomponente. Siguen las “pegadoras”. José José y todo su play list empiezan a dejarse escuchar, pieza tras pieza, imposible no cantar alguna de esas canciones.
“Ahora sírveme un cupriata” piden, y de manera expresa el joven bartender, también alegre, llega con su garrafa de cristal, la cual coloca sobre su hombro para servir los shots solicitados.

Hay más de 20 variedades de mezcal en “El Carajo”, explica mientras sirve; actualmente compran el agave en Villa Madero, Michoacán, y se llevan las piñas de la planta a una destilería en Charo, donde es procesado para obtener parte del mezcal que en el bar se comercializa.
Luego de recordar que llegó a colaborar para el diario Cambio de Michoacán, Eduardo Ruiz Saviñón muestra un reconocimiento que ganó en una de las ediciones del certamen literario de la Secretaría de Marina, “El Viejo y El Mar”.

“Sin duda es un lugar bohemio, quizá refugio de artistas”, me digo y repito mientras sonrío al ver llegar al solitario músico que llega abrazando su guitarra dispuesto a cantar; Eduardo le hace segunda. “Les voy a cantar el himno del lugar”, dice y entonces comienza a sonar la milonga.

“Porque no engraso los ejes, me llaman abandonado”, comienza a frasear cantando el anfitrión, que para ese momento se ve contento e hiperactivo, encontrando cómplices a sus interlocutores, quienes también cantan.
Sale de manera repentina del bar, se sube a su vocho volkswagen y desaparece por varios minutos; pocos se percatan de su ausencia, las animadas charlas continúan en las mesas que están ocupadas por morelianos y estadounidenses que entre trago y trago dan jugosas mordidas a las rebanadas de naranja aderezadas con sal de gusano.

Llega Eduardo con un fajo de hojas. Son un par de cuentos que entrega.
“Nací entre pescadores. Mi abuelo llegó al rio Balsas, a la Isla del Cayacal, escapando de la revolución”, dice la primera línea de uno de los cuentos que mientras son leídos llevan a Eduardo al otro extremo del bar.

Los que se refugiaron del frío en “El Carajo” se comienzan a multiplicar, así como también las risas y las charlas. Afuera, luego de la lluvia vespertina que despertó el aroma de la ciudad, las calles empedradas brillan, centellean reflejando la tímida luz de los faroles que alumbran el paseo de los paseantes. Adentro, la música sigue; la noche bohemia apenas comienza.