Uruapan/Samuel Ponce
Arribó pálido del rostro, pero con una sonrisa que trataba de ser creíble. No llegó solo, lo hizo con su abogado. Ahí, lo esperaban ex compañeros de la lucha armada. Las escalinatas del acceso a la sede judicial federal, al mediodía, después de las doce hora, lucían moteadas de gente de a pie con dejos de un sufrir de horas.
A su paso, serio, saludó a uno, dos, tres, a menos de diez; después, menos de diez minutos para acceder al lugar, para pasar sin más el siempre amenazante detector de casi todo.
Hacia un calor húmedo que se fue haciendo tormentoso, sin llegar a ser desesperante, cuando una docena de fotógrafos y camarógrafos se le abalanzó, en los momentos en que se registraba.
A Mireles, más que José Mireles Valverde, iba con pantalón de mezclilla, zapatos negros, camiseta blanca con menos de un centenar de anclas azules y bordeado igual con un color marino. No, no iba ya con su legendario bigote, últimamente ausente en sus esporádicas apariciones, aunque si con su tradicional y hasta inconfundible sombrero, y del cuello a la cintura una pequeña bolsa negra, colgante.
Es más del mediodía en un sitio en donde se va uno acostumbrando al paso ruidoso del transporte, de cualquier transporte; eso es parte de la espera, en tanto el efectúa el rito semanal de firmar, para saber que no se ha fugado, que sigue con su libertad condicional.
Regresa y es atajado por un hormigueo de periodistas que quieren saber casi todo, de su proceso judicial, de su salud, de seguridad, de que si volverá a la lucha armada, él cae y no cae, elude y no elude, tampoco todo lo contrario.
Se le ve cansado, la mirada más que triste, hasta lejana, el caminar es lerdo, sopesando las secuelas de una azarosa vida. Nadie sabe si realmente extraña estar en el campo de batalla.