Morelia/Humberto Castillo
Contento por conocer Morelia y planear mejoras su situación económica, Edmundo llegó a esta capital a principios del mes de mayo de este año; consigo traía una vieja maleta con la marca Adidas ya desgastada, y dos bolsas de camiseta con zapatos y unos kilos de mangos criollos que había cortado en el solar de su abuelo en una ranchería del municipio de Parácuaro.
El muchacho de 22 años vino a Morelia para trabajar como huachicolero animado por un cuñado y otros jóvenes originarios de Apatzingán, no sabía exactamente en que iba a trabajar, ni cuanto ganaría por día, tampoco conocía exactamente cuál era su trabajo. Sus amigos únicamente le comentaron que ganaría un “chingo” de lana por día, porque en ese “jale”, la paga es por día y preferentemente por noche.
Vulnerable y sin conocer Morelia, estuvo a la espera tres días para poder ser llamado a la primera actividad. Le dijeron que pasarían por él en la salida a Salamanca, justamente en una tienda a Oxxo, que ahí tenía que estar al pendiente entre la una y las tres de la madrugada. Esa noche, fue en vano, nadie pasó a recogerlo.
La siguiente madrugada tuvo mejor suerte, una camioneta roja con placas de California lo recogió cerca de las dos de la madrugada junto a otros jóvenes que no conocía. Permanecieron por buen rato en una bodega, poco delante de la comunidad de Cuto del Porvenir, del municipio de Tarìmbaro.
Tras varios vasos de café, llegó el aviso esperado, había que trasladarse al sitio de ordeña, cerca de la comunidad de San Agustín del Maíz, del municipio de Copándaro. Ahí observó como otro de sus compañeros colocó varias mangueras a un ducto subterráneo de gasolina para suministrarla directamente a una camioneta totalmente cerrada y adaptada para almacenar el “huachicol” o combustible.
Edmundo se sentía nervioso y observaba todo sorprendido, la apacible calma de sus compañeros le inquietaba. “No te espantes, nadie viene a chingar”, dijo uno de ellos.
Otro de ellos recordó varias veces, que los huachicoleros, “no somos delincuentes, somos pequeños empresarios que vendemos gasolina barata, porque el puto gobierno la encarece todos los días…”
También escuchó que el “negocio del huachicol”, estaba por acabarse debido a que los militares de las camionetas blancas que suelen salir de la planta de Pemex, son los “únicos” que les impedían “trabajar”.
La camioneta estaba estacionada a lado de la carretera, totalmente visible, cualquier vehículo que transitara sobre la carretera rumbo a San Agustìn del Maíz la podía detectar pese a la obscuridad de la noche, que marcaba en su obsoleto celular las 3.50 de la madrugada.
Casi a las cinco de la mañana regresaron a la bodega ubicada en algún sitio de la carretera, Morelia-Salamanca, unos minutos después, alguien gritó fuerte. “¡Ya valió verga, ya valió verga, corran pendejos!”.
Edmundo sabía que tenía que correr pero no veía hacia donde, fue el último en salir tras el chofer de la camioneta que ahí dejaban cargada de gasolina.
Unos 300 metros rumbo a una ladera cubierta con pasto seco, el esfuerzo por correr sin rumbo específico fue en vano, un hombre de brazos duros lo detuvo de golpe, sin saber de qué se trataba calló al suelo, donde recibió al menos una docena de patadas, y puñetazos en la cara y estómago.
Era una militar de unos 35 años de edad, que a base de golpes e insultos lo atrapó, lo mismo ocurrió con el chofer, otro militar más joven, le gritaba, “ya te cargo, la chingada pendejo”.
Minutos después, ya cuando la oscuridad de la noche se alejaba para dar paso a la claridad de del día, los dos jóvenes fueron tableados en las nalgas al menos unas 25 veces por los dos elementos de la milicia.
A punto de insultos, les preguntaron para quien trabajaban, cuantos viajes realizaban por semana, de donde eran originarios, al tiempo que exigían se identificaran. Edmundo no tenía ningún documento oficial. Solo repetía, “si jefe, si jefe”.
Creía que se iba a desmayar, pero finalmente los tablazos en “el culo”, terminaron.
Le explicó al militar que su actividad era cortador de limón o mango en Tierra Caliente y que esa noche era su primera vez como huachicolero, que no conocía nada del “negocio” y que el iban a pagar 2mil pesos por la chamba de esa ocasión.
Exactamente no supo por qué lo dejó ir el militar, “quizá por la chinga que me puso”. No supo cómo llegó a la carretera donde tomó un guajolotero que iba a Morelia y pagó con el único billete de 20 pesos que tenía.
Al llegar al cuarto donde vivía en el fraccionamiento Erandeni, ya había amanecido, sentía los glúteos y piernas adormecidos. “La verdad no sentía el culo, ni las patas, ni nada, pero no me raje”.
Con un poco de temperatura por los golpes, observó que la sabana de su colchoneta tenía sangre. No consentía estar acostado, ni de pie, menos caminar.
Dos días después el aspirante a huachicolero, tomó la maleta de Adidas con las escasas pertenencias, tiró su teléfono celular en un lote baldío y fue a pedir raid a la salida a Páztcuaro, la tabliza aun dolía, las heridas en “las nalgas” ya no tenían sangre; se convirtieron en tecata”.