Lázaro Cárdenas/Enrique Castro
Un viaje periodístico lleva a un grupo abordar una lancha de pescadores para recorrer parte de uno de los brazos del afluente del Balsas.
El viaje es en el sitio en que ese río hace conexión con el océano Pacífico, ahí donde tiene su máxima expresión uno de los puertos más grandes de México.
Aquel puerto de Lázaro Cárdenas que posee como símbolo de desarrollo las enormes estructuras propias pero que no dejan de resaltar las de las industrias que operan ahí.
Sin embargo, en el área urbana, a un lado de la avenida que bordea en rio, cerca del acceso portuario, se encuentran las sedes de cooperativas pesqueras.
Por las madrugadas, los lugares son un ir y venir de pescadores, por las mañanas de la oferta y demanda de sus productos y los mediodías del merecido descanso.
Son sitios ajenos a turistas que deseen viajar por esa parte del Balsas, porque a su paso solo observaran movimientos e imágenes de grandes barcos y enormes factorías.
Pero, ahí, el grupo de periodista decide hacer un recorrido por esa parte, casi nada serpeteante, del Balsas, abordar la lancha de un pescador nativo, de más de treinta años.
El paso de trayecto es impresionante, en el inicio el afluente divido al área industrial con la urbana, luego, la primera con la portuaria, y en medio las imponentes embarcaciones.
Se va de aquí allá, hasta visualizar, de izquierda a derecha, el puerto industrial, en su apogeo y más allá, el aún rústico territorio guerrerense, solo moteado por la termoeléctrica.
En la boca de la desembocadura del Balsas con el Pacífico las olas se agigantan y al golpetear la lancha ocasionan brincas, vacíos en el estómago y sentidos en alerta.
El pescador, con cierta impotencia, con resignación, explica el por qué no puede adentrarse más hacia el mar, las olas rompen con mucha fuerza y “de ahí no se sale”.
Sin embargo, ese el punto que deseábamos estar, ahí, en la boca. La luz de día pega de frente al puerto y a las terminales de contenedores de costado.
En el retorno, es inevitable, las grúas—enormes jirafas en la imaginación—se dibujan en el cielo a contraluz, la torre de control portuaria, yace ahí con sus 30 metros de altura.
“¿cuándo nos han mandado un papel oficial donde diga que no se pueden tomar fotos?”
Más allá, la acerera se dibuja horizontal, más acá, frente a nosotros, a menos metros, resalta un buque de contenedores, intenso e inmenso.
En ese regreso, al pasar a un puesto de control oficial marítimo, nos da alcance una lancha de la policía portuaria, y mientras un oficial capta imágenes, otro le reclama al pescador.
El uniformado a gritos, tratando de imponer su evidente autoridad, impugna el por qué el pescador se desvío a una dársena y por qué se están tomando fotos del puerto.
En respuesta hay dos tajantes, retadoras, “¿ya tampoco podemos hacer eso?” y “¿cuándo nos han mandado un papel oficial donde diga que no se pueden tomar fotos?”
Luego, sin más, entre gritos, de él y de sus inesperados interlocutores, el pescador con el rostro más endurecido se enfila hacia la sede de su cooperativa.
La lancha pasa cerca de un barco en reparación, situado a un lado de un retén policíaco, y, en forma divertida, los soldadores, desde lo alto hasta la proa, posan para las fotos.