Ocampo/Julieta Coria
Inmensos racimos de Monarcas penden de los altos pinos que cobijan el agreste Santuario El Rosario, justo al límite entre Michoacán y el Estado de México.
De vez en cuando, la excéntrica mariposa revolotea casi horizontalmente de un espacio a otro, agita sus delicadas y anaranjadas alas, y se posa en las hojas que se sitúan a ras de suelo.
La Monarca surca el frío aire decembrino como frágil y trémulo papalote; sus juguetones aleteos deambulan entre las extensas ramas de las coníferas.
Luego, reposan, se acurrucan entre sí, guardan energía para, llegado el momento, continuar con el milenario e instintivo ritual de preservación de la especie.
Bajo las espesas nubes, que hacen descender aún más la temperatura, yacen los pinos de la Reserva de la Mariposa Monarca, el santuario con mayor naturalidad del país, en los cuales año con año se guarece y tapiza, en momento con por pequeños aleteos vivos y colgantes.
Cuando hace frío y no hay sol a la vista, las mariposas suspenden su aleteo y en los oyameles permanecen inmóviles, contemplativas, convirtiéndose en verticales y figuras surrealistas de miles de hojas naranjas, y en espera de una rendija de luz y calor para obtener la visa y jugar a la ronda sobre sus inquietantes admiradores.
Y, sin embargo, cuando no arriba el ansiado rayo de luz que disperse por el aire al cúmulo incalculable de mariposas friolentas, entonces, apenas unas cuantas se desprenden como hojas de otoño; después, de volar bajo el frío de la serranía, se posan en el suelo, en algún pino, en alguna rama.
Aletean y aletean, cada vez más (lerdo) lento, hasta que finalmente se quedan quietas, tristes, sin vida, cumpliendo su ciclo.
En la extensa alfombra de grandes verdes del santuario, llena de vegetación, y aromas frescos y penetrantes que calan en los pulmones, por su pureza, se impregnan Monarcas como escamas que han sucumbido al inclemente frío.
Pero, en contraparte, prevalecen los racimos de mariposas que no se atrevieron a levantar el vuelo bajo esas condiciones climáticas adversas a su fragilidad.
Ellas, están a la víspera, a la espera de que se dispersen las nubes y puedan aletear, recrearse, y posarse hasta en los hombros de los curiosos visitantes que han viajado, también, desde lejos para ver el natural fenómeno.
Por ahora, permanecen ahí, inmóviles, quietas, reservando energía, y es que, copular durante 72 horas, despliegan la danza de la muerte, en donde el macho, el gran proveedor, morirá…