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Tzintzuntzan/acueductoonline.com

Don Eusebio dejó su lugar de origen—eso todos lo saben— hace meses “quesque” por su edad; sin embargo, el como buen jefe de familia estaba al pendiente de todo lo que sucedía en su pueblo.

Sus ganas de regresar eran inmensas; algo tan sencillo como ir y comer a casa se convertía en algo casi imposible para él, solo le confortaba saber qué hacían su familia y amigos en su natal Tzintzuntzan, cerca del Lago de Pátzcuaro.

Un frio lugar donde el imperio Purépecha mostró su gran resplandor en la época prehispánica y ahora se consolida como un pueblo lleno de tradiciones, entre ellas colocar flores y ofrendas en las tumbas de los muertos cada 2 de noviembre para recordar a los difuntos.

Visitantes de todo el mundo llenan y saturan los panteones por el color y el misticismo de esta práctica. Y aunque Eusebio recorrió cada camino y brecha de Tzintzunzan desde niño, ahora el camino se le hacía largo y borroso, por más que quería tomar de nuevo esa brecha no lograba hacerlo; simplemente no la veía.

Pero hoy fue diferente, de un “de repente” divisó algo que le refresco la memoria: una luz, un llamado, una mano extendida dispuesta a guiarlo, lo tomó y comenzó a caminar por un sendero de velas y luces rojas.

Inmediatamente los recuerdos de los caminos recorridos desde niño volvieron: el bosque, las casa, el empedrado del pueblo, el lago…

Comenzó a ver mucha gente—conocida, no tan conocida y desconocida-. La música del pireri le ocasionaba la cosquillita que pone a bailar a cualquier purépecha. Mientras más se acercaba veía luces más intensas y sobre el mismo camino se encontró con viejos conocidos y unos no tantos.

Pero esta vez su guía no lo llevaría hasta su casa, ahora su camino era junto a sus hijos y nietas quienes le tenían todo un manjar preparado para su regreso: pan, cigarros Delicados, aguardiente, fruta y dulces.

Extrañado, se llenaron de lágrimas los ojos al ver a toda la gente reunida entorno a ese manjar, no había forma de perderse ya que las velas eran muchas y la flor de Cempasuchil que colocaron alrededor de la ofrenda pintaba de rojo toda la escena.

Al llegar, notó la presencia de muchas personas que no conocía, visitantes de otros lugares con cámaras fotográficas queriendo tomar una imagen del regalo de sus familiares.

Él sonrió y paso a sentarse a un lado de quienes lo esperaban; pudo escucharlos, sentirlos y tocarlos. ¡Están todos! —exclamó— y con una sonrisa marcada prendió un cigarro y dio un trago al atole humeante que ahí le dejaron. Nunca se percató del tiempo, solo notaba que la presencia de visitantes menguaba mientras se hace de mañana, solo unos pocos estaban por ahí cerca—a diferencia de los cientos que había cuando él llegó—.

De un momento a otro al cielo se le borraron las estrellas y comenzó a azularse, algo por dentro le dijo que era hora de irse, su esposa, hijos y nietos dormían cobijados a un lado de él, protegiéndose del intenso frio de la zona.

Un gallo cantó y las velas comenzaban a apagarse, el regreso ya estaba programado por las mismas que se extinguían. Tomó un cigarro—pal camino e`da—y se envolvió en el zarape y tomó rumbo.

La bruma matutina lo absorbió y desapareció, no sin antes dejarle un beso en la frente a cada una de las personas que ahí yacía. En Tinztzuntzan era 2 de noviembre y en el lugar donde el está ahora, también lo es.