Crónica: Era hablándonos…

Foto: Sergio Pimentel
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Morelia/Bernardino Rangel

Hay una historia que he escuchado varias veces en Morelia: en una de las bancas de la plaza que está al costado de la Catedral, durmió una noche Pablo Neruda, o de una de esas bancas, se lo llevó la policía para que durmiera en los separos. Depende la versión.

Es la misma plaza en la que una hace unos años, una desgraciada noche de festejos por la independencia nacional estalló una granada infame que mató a varias personas. La plaza de la fuente invisible en la que los niños se mojan con los chorros que salen del piso. La Plaza Melchor Ocampo, punto neurálgico de esta ciudad Patrimonio de la Humanidad, y recipiente de los eventos y sucesos de lo que en Michoacán acontece.

Hoy acontecen carpas, tiendas de campaña y lonas de todos colores bajo las que viven improvisadamente maestros de todo el estado. Hace casi dos meses que están aquí y dicen que se quedarán hasta que el gobierno dé marcha atrás a la Reforma Educativa. Son muchos y son tercos. Sus estufas y televisiones anuncian su determinación a resistir lo que sea necesario. De los afrancesados postes del alumbrado público se sujetan las cuerdas de una telaraña tan compleja como el problema de la educación en México. Las cuerdas son el andamiaje que sostiene techos, rótulos y consignas: “Fuera Peña Nieto”, “Por una Educación Integral y Gratuita”, “Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación Sección XVIII” “El Maestro luchando también está enseñando”. Hay una cocina popular y hasta una biblioteca con lecturas adhoc a la coyuntura política.

Hace unas semanas, la densidad del plantón era tal que no se podía caminar por el medio. Ahora son menos, alrededor de cincuenta escuelas que cumplen con lo que parece ser una rotación programada. En una esquina se retira un grupo, en la contraria comienza a instalarse otro. Huele a orines, pero a nadie parece importarle. Ni a los maestros ni a los novios que juguetean en una de las jardineras. Las quejas de los comerciantes y los locutores de la radio parecen estar muy lejos de esta burbuja. Aquí reina la Coordinadora y en este pequeño cuadro sólo se siguen sus reglas. Bajo este territorio de excepción se han cobijado más de sesenta comerciantes ambulantes que han montado sus puestos alrededor como una primera trinchera que protege a la mini ciudad de los rebeldes. En ellos compran maestros y gente que pasa. Es agosto, y el ambulantaje -esa tribu que “afea” la ciudad colonial- hace su agosto.

En una tarde lluviosa, bajo las lonas, los maestros juegan ajedrez, comen esquites, checan el Facebook en sus celulares, platican o se concentran en sus libros cómodamente sentados en sillas para la playa. Adentro de sus refugios se alcanzan a ver los sleepings, las cobijas y las almohadas. En una radio suenan canciones del Buki y más adelante se escuchan las noticias. El tedio parece hacer más mella que la lluvia o el calor. Frente al palacio de Gobierno, hay unas letras gigantes que forman la palabra “Amor” donde juegan niños y algunos turistas se acomodan para la foto. Peores batallas han pasado sobre este adoquín como para ponerse exquisitos con un efímero plantón, una cotidianidad en el paisaje de todos los mexicanos.

Podría ser peor, como en Oaxaca o Guerrero, donde los maestros han tomado las carreteras. Aquí, por el momento es sólo una plaza.

Cada tienda ostenta al frente su identificación: “Zitácuaro en pie de lucha”, “Escuela Lázaro Cárdenas de Jungapeo”, “Secundaria Técnica No 18 de Ciudad Hidalgo”.

De entre el mar de rótulos emerge como tomando aire la estatua de Melchor Ocampo. A sus pies una placa que dice: Es hablando y no matándonos como nos debemos entender, una frase que resume como pocas el pulso del México bronco de fines del siglo XIX, un México que ha dejado atrás las guerras civiles, pero que en la rebeldía intransigente de los maestros, evidencia que seguimos sin entendernos a nosotros mismos.