Un triste pueblito francés

Morelia, Michoac‡n 3 de octubre 2009. Ambiente durante la inauguraci—n del 7mo. FICM, en el Centro de Convenciones. Foto: Paulo Vidales/Imagen Latente
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Morelia/Bernardino Rangel

A pesar de ser un niño de 13 años, el Festival de Cine de Morelia ha hecho mucho por la ciudad. Sobre todo porque se las ha arreglado para ser un puente entre el mundo donde no pasa nada y el mundo donde pasa todo, o al revés. ¿Tarantino comiendo en mi cantina? ¿Un teporocho viendo a Kurosawa en la plaza de armas? ¿Una película musicalizada en vivo por una orquesta? ¿Greenaway en un Vips? ¿Juliette Binoche en la combi? ¿El Negro Iñarritu en un mitin? Todo eso ha sucedido aquí, en nuestra pequeña ciudad a la que según el INEGI le falta mucho para el millón de habitantes.

Si uno se sienta en las viejas bancas del Jardín de las Rosas los días de festival, entendería porqué dicen que Morelia es perfecta para un evento como este. Resulta que un día a alguien se le ocurrió construir un cine al lado de la plaza más hermosa de uno de los pueblos más hermosos de México. Justo al lado del Conservatorio, a dos cuadras de la Catedral, en el ombligo de la obra de arte que nos heredaron los españoles después de que se robaron todo. Durante una semana, el mundo cinematográfico mexicano se atiborra en un radio de diez cuadras exultantes. Los cinéfilos ven cine, comen, se encuentran e interactúan con este universo paralelo rodeados de camelinas y cantera rosa. La felicidad. Todos quieren venir por lo menos una vez en su vida y estar cerca del chapeado niño de 13 años. El consentido. O eso dicen.

Pero este año ha sido distinto, el Festival se siente vacío. Será que el niño pierde el encanto de la infancia y transita hacia la adolescencia ruda. La organización ha llegado a niveles de perfección. Todo se ha digitalizado, la logística no sufre los avatares de la incertidumbre mexicana, las actividades fluyen al ritmo de un cronómetro europeo, la amabilidad y la capacitación son el sello de todos los que participan en la organización, pero los tintinantes cascabeles del festival hoy no suenan como otras veces. Será que se fue de aquí el destello de la novedad.

Una de ese mundo, cineasta ganadora de 5 arieles, Osos de Plata y premios por todo el mundo, se queja conmigo en la banca de la plaza: “Es que cada vez se ponen más snobs con su selección. Ya no es tan fácil que exhiban tu trabajo. Y es una mamada porque en aras de hacerse los europeos en un país jodido de Latinoamérica el Festival no funciona para lo que debería, o sea, impulsar la creación cinematográfica. Mira, por ejemplo, un chavito, estudiante, que se las arregla para endeudarse y sacar su trabajo no tiene más posibilidades para exhibir que no sea en festivales, pero en Morelia no puede porque pusieron un requisito mamonsísimo: que tu trabajo fuera un estreno ¡No mamen! ¡O sea que tengo que despreciar tooodas las difíciles oportunidades que consigo en el año para guardárselo al divino Festival de Cine de Morelia! ¡Pus ni que fuera Cannes! y además, falta que te lo acepten porque ahora, los que dirigen el Festival, son preciosistas que se sienten los guardianes del legado de Tarkovski”.

Está enojada tomándose su café del Lillian´s. Yo le digo que en el DF no hay Lillian´s, que lo disfrute, y que con respecto a su comentario, no sé bien, que para mí, es una de las mejores cosas que le ha pasado a Morelia en por lo menos 300 años, pero es cierto que veo las calles tristes y las salas semi vacías. Eso sí, estamos de acuerdo, las fotos de las alfombras rojas siguen siendo divinas.

Sentados en la fuente del jardín unos chavos trasmiten en vivo: ¡¿Qué tal?!, ¡¡Estamos en vivo en la hermosa ciudad de Morelia, en el Festival de Cine de Morelia, en el hermoso estado de Guanajuato!! Corten. Michoacán, pendejo. Ah, perdón… es que… neta no sabía. Todo el equipo suelta la carcajada mientras un franelero que les mira con los brazos cruzados, tuerce la boca y se da media vuelta.

Al lado de nosotros pasa un tipo que se parece a Schroeder con un gaspacho en la mano. Creo que es Schroeder. Cuelga en su costado la bolsa negra del festival y una mujer que parece extraída de las calles de Mónaco. Platican y sonríen. Detrás de ellos un grupo habla como en holandés. Si no fuera por el policía que lucha con el de la combi para que se desvíe hacia otra calle esto parecería un pueblito francés. Un triste pueblito francés. El sol brilla, pero el Festival no.

Lo que importa son las obras, le digo a la cineasta. No -me contesta-, todo importa.