Morelia/ Ramón Méndez
Faltan unos veinte minutos para el inicio de la misa católica, la de la tarde, a las cinco, en la Catedral de Morelia, el jueves 17 de abril. En el atrio de ese templo mayor hay gran vendimia: coronitas de charamusca, palmas del Domingo de Ramos, velas y veladoras, rosarios, crucifijos, y mucha gente dándole vuelta al tianguis, poca comprando, la más sólo para preguntar, antes de entrar a la ceremonia eclesiástica.
En la Plaza Melchor Ocampo, al lado oriente de la Catedral, hay un mitin de maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. Protestan por la agresión que sufrieron el pasado 9 de abril en la salida a Salamanca, aquí en Morelia, Michoacán, por una camioneta sin placas y con vidrios polarizados, que dejó con lesiones a doce de ellos.
De quienes resultaron lesionados, grita en el micrófono el orador, tienen en gran pena y protesta lo que sufre su compañera Rosa Hernández Reyes, “Rosita”, que está en estado de coma en el hospital civil de esta ciudad.
En la plaza, vendedores de globos y juguetes, algodones de azúcar, frutas y helados, hacen su oferta a los paseantes que oyen sin escuchar las protestas del mitin, mientras esperan que corra el tiempo para pasar al servicio eclesiástico en la catedral.
Enfrente de la Plaza Melchor Ocampo, donde el mitin de los maestros tiene su efecto, están más de veinte vehículos bloqueando la Avenida Madero: son los de los policías en protesta por falta de pagos y otras demandas.
Hay tiempo, piensa el cronista ingenuo, para ir a comprar una paleta; la escoge de limón, y muy alegre regresa al cometido que lo ha llevado ahí: enterarse de lo que pasa con el plantón de policías y asistir al lavatorio de los pies que en la Iglesia Católica en esta jornada debe llevarse a cabo.
Cuando regresa el campo de trabajo, sin embargo y aún sin comerse completa su paleta, los vehículos particulares de los policías en protesta han despejado ya la Avenida Madero, los maestros rebeldes siguen su mitin gritando de rato en rato “Rosita, Rosita, nuestra compañera”.
La misa del Jueves Santo en la Catedral de Morelia ha dado comienzo, y el templo está lleno de feligreses, casi sin espacio para pasar de un lado a otro, apretujados todos como un ramo de flores, pero la fiesta es triste, porque la celebración es por la captura de Jesús el Cristo de parte de sus enemigos, y esa noche habrá de hacer su última cena antes de llegar al cadalso, el día de mañana, Viernes Santo.
Pero antes de cenar Jesús lava los pies de sus apóstoles, un signo de humildad de Dios que se hizo hombre para brindarnos el perdón por nuestras fechorías.
Transcurre la ceremonia y en ella, un poco a más de la mitad, hacen su aparición, junto al altar, doce jóvenes con túnicas blancas, y capas de algodón sobre sus hombros derechos, de distintos colores: amarillas, verdes, rojas, azules, moradas. Son los actores que representan a los apóstoles de Cristo para que les laven los pies, y el arzobispo de Morelia, Alberto Suárez Inda, hizo lo que hizo Jesús el Cristo hace ya más de dos mil años.
Siguió la ceremonia, y antes de la comunión, final del rito que culmina en memoria de la Última Cena, se hizo el rito del Paseo del Santísimo, entre cantos. Con la comunión y la bendición del arzobispo a la multitud terminó la solemne ceremonia, y todos pudimos retirarnos a nuestros hogares en santa paz, esperando que esa noche no fuera la de nuestra última cena.
Afuera, en el atrio, el tianguis seguía en acción, y estaba cerrada a vehículos, sobre la Avenida Madero, desde la calle Morelos hasta la que da en esquina con el templo de La Merced. Había mucha gente pasando tranquilamente en la tarde. Todavía no sonaba la hora de los balazos, que en Morelia cobraría en la noche dos vidas, pero eso forma parte de otra historia.