Morelia/Samuel Ponce
Uno pensaría que son unos jóvenes que en fin de semana huyen de la capital michoacana, de ahí que, en la central camionera, en semicírculo de sus mochilas semi amontonadas en el suelo, se les vea, o al menos los que los miran al paso, charlando en espera de sus demás amigos.
Pero, todos ellos, misioneros por todo el mundo, son diferentes no solo en sí, sino al resto de los que van y vienen por los pasillos del principal corredor de la casi atascada central: De buenas a primeras no llaman la gran atención, apenas se les ve de reojo el color, algunos, blancos otros menos y otros nada.
Sin embargo, hasta el momento, esa media docena de jóvenes son brasileños, costarricenses, estadounidenses y mexicanos, pero uno de los primeros llama la atención de los transeúntes viajeros del momento, al deleitar el atrabancado espacio con una exquisita melodía a toda trompeta.
Una música que se esparce hasta en lo más recóndito del lugar y que rompe de tajo una cotidianidad más que de clandestinas, desapercibidas bienvenidas y despedidas, y es, en ese momento, cuando todos o casi todos volteamos a mirarlos, a mirarlo, pero ya no de reojo, como si uno suplicara que nunca dejara de tocar.