Morelia/Constanza Orozco
En el museo de arte colonial, un grupo de jóvenes vestidos de negro,se saludaban entre sí, se preguntaban cómo sentían y se paseaban de un lado a otro en el patio principal.
Pocos minutos más tarde comenzaban a llegar los amigos y familiares de los jóvenes de negro, sí, de los concertistas de la noche.
Poco a poco llegaban y se sentaban en las sillas colocadas frente a un piano negro, como un alumbrado por una luz amarilla la cuál, pintaba de un claroscuro la escena y provocaba una sensación bohemia.
Con Bach se inició el recital; los lugares estaban todos ocupados pero la gente seguía llegando y aquellos que no alcanzaron asiento, optaron por permanecer de pie toda la hora que duró el concierto.
Cada uno de los concertistas se levantaban y se aproximaban al piano, se presentaban, decían su nombre y la pieza que iban a interpretar; después de unos segundos de aplausos, comenzaban. Al final de cada interpretación regresaban las palmas, acompañados de gritos de entusiasmo.
Antes de salir y tocar, se golpeaban los dedos, levantaban y bajan las rodillas con gran velocidad, veían a los espectadores para luego mirar al bajo techo del edificio.
Mientras alguien tocaba velozmente pero con delicadeza las teclas del piano, los que continuarían seguían la pieza presente con las manos, los pies y contando en silencio los tiempos
Barroco, clásico y romántico. Mendelssohn, Bach, Bethoveen, Haydn y Mozart fueron los protagonistas de la noche, de quienes se interpretaban las piezas que con las pinturas que adornaban el lugar, producían en el receptor, una sensación particular, propia de una noche fría de noviembre.
Poco a poco se acabaron los sonidos y como una puerta que se cierra de golpe todos se retiraron, felicitando a los jóvenes pianistas y éstos comentando sus tropiezos, sus aciertos y sus nervios, así terminó.