URBANÓPOLIS | Análisis
El pasado viernes 8 de marzo, en la mayoría de las ciudades de México se llevaron a cabo marchas de mujeres de todas las edades, que se manifestaron y protestaron, no sólo por las más de 3.000 mujeres, niñas y adolescentes que, de acuerdo con el Observatorio Nacional del Feminicidio, son asesinadas cada año en nuestro país, sino principalmente por la indolencia, incapacidad y la indiferencia del Gobierno en todos sus niveles y en toda la extensión del territorio nacional.
Si bien, el Día Internacional de la Mujer se ha conmemorado con manifestaciones desde la década de 1970, es preciso comprender la relevancia de la magnitud que en los últimos años ha adquirido el movimiento feminista, y que se manifiesta en el incremento de participantes. Lamentablemente esto se debe al aumento inconmensurable de feminicidios y desapariciones. Situación que, desde cualquier perspectiva, más allá de las metodologías de clasificación y contabilidad que se instrumenten, evidencia una inconcebible ausencia del Estado nunca antes vista.
Pese a lo anterior, siempre habrá opiniones diversas, porque es una característica de la sociedad. Lamentablemente, este año fueron muy similares a las de años pasados, “estudia para que no pienses que rayando paredes vas a cambiar al mundo”; “ojalá me cuidaran como cuidan el monumento”; “los monumentos históricos no tienen la culpa, no los destruyas”; “demuestra tu educación y no destruyas los edificios”; “ni una más”; “grito y marcho por las que ya no están”. Hasta la más desafortunada declaración de “la libertad no se implora, se conquista y hay que dar la cara”.
Cuando las mujeres se convocan para marchar cada 8 de Marzo no es para “implorar libertad”, es para hacer patente su protesta, su indignación ante la indolencia de parte del Estado frente al sufrimiento que padecen cientos de miles de familias. Ante este escenario, interesa en este espacio cuestionarse ¿Por qué marchar? ¿Por qué apoderarse del Espacio público?
Desde una perspectiva meramente urbana, el control de lo público es en esencia una atribución del Estado, la estructura gubernamental es la norma, restringe, autoriza, propicia el uso, apropiación y control del espacio público en la ciudad.
Suele señalarse continuamente que el Espacio Público es el escenario de encuentro social, y por esta misma naturaleza resulta ser el lugar por excelencia donde suelen expresarse los conflictos. Desde esta perspectiva la calle o la plaza se convierten en un recurso muy valioso para ejercer poder o para ofrecer resistencia ante el poder; pero el componente sine qua non es hacer evidentemente público esa resistencia o ese poder. Aunque sea por unos instantes como acontece con un bloqueo vial.
Si buscamos que el espacio público sea el aglutinador social, estamos asumiendo que aceptamos una constante lucha por su control, ésta no siempre es contra el Estado, sino que puede presentarse entre ciudadanos por diversas razones. Un motivo frecuente es la diversidad social. Por ejemplo, una persona cuestiona o insulta a un indigente por dormir en un paradero de autobús o en un portal. El conflicto deriva de concepciones normativas por demás diferentes respecto a dónde se debe dormir o lo impropio de hacerlo en la vía pública.
Un segundo ejemplo sería el caso de grupos de niños o jóvenes que se disputan el uso de una cancha de fútbol en un parque público, a fin de poder garantizar su disfrute y permanencia, por considerar que el grupo contrario los privaría de ese disfrute al que tienen derecho por ser un espacio público y por lo tanto de todos.
Por último, podría mencionar un conflicto frecuente que hemos escuchado a propósito de jóvenes en patineta o patines que se reúnen en una plaza para practicar y frecuentemente entran en conflicto con transeúntes de la plaza que les señalan que “aquí no es lugar para patinar”. Sin lugar a duda que se trata de un conflicto sobre la idea de qué se puede o no hacer en una plaza pública.
Todos los ejemplos anteriores son ilustrativos de los altercados, producto de la heterogeneidad social, y principalmente por una simultaneidad en el uso del espacio que detona la fricción. Lo que en estricto sentido contraviene el Derecho a la Ciudad, como la posibilidad de tornar verdaderamente público el espacio urbano.
Ahora bien, a diferencia de los ejemplos mencionados -aquí radica la relevancia del caso-, las marchas del 8 de Marzo se caracterizan por ser mujeres de todas las edades, con heterogeneidad social, económica y cultural; pero que acuerdan, por encima de las visibles diferencias, una misma expresión de protesta. En este sentido la irrupción en el espacio público simboliza el reclamo al derecho de tener lugar, que parecen haberse perdido ante la indiferencia del Estado.
La conquista del Espacio Público simboliza la conquista de la ciudad, ante el repliegue del Estado, de ahí que se busque desafiar el papel de la autoridad, una autoridad que no les garantiza seguridad. Grafitear, romper vidrios, no es otra cosa que la expresión de una contestación ideológica frente a quienes definen cómo se vive. Lo que está en juego es la capacidad y la legitimidad para exigir y ejercer los derechos fundamentales de una sociedad como lo es la seguridad.
La invasión de las calles y la permanencia en la plaza, zócalo o cualquier espacio público el pasado 8 de Marzo, debe verse como el territorio en el que adquirió una dimensión espacial la lógica de la exclusión social. Por unas horas las mujeres fueron dueñas de la ciudad, esa ciudad que evitan recorrer o que transitan con el más obscuro de los miedos. Se trata de mostrar públicamente, a propios y extraños, la capacidad de un colectivo cohesionado por el dolor y la impotencia ante la incapacidad del Estado. Seguramente veremos la inclusión de padres, hijos, abuelos, hermanos, novios y demás personas que junto con las mujeres que marcharon, también sufren la ausencia de su hija, su nieta, su hermana, su madre, etc.