Tradición, morbo y “party”…

Imagen: Héctor Tapia
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Ribera de Pátzcuaro/Héctor Tapia

Cada región de la zona purépecha tiene una forma distinta de recordar a sus muertos. Y aunque cada una de estas formas tiene aspectos distintivos, tienen a su vez aspectos comunes, que les unifican.

Esto se observa en la comunidad de Santa Fe de la Laguna, del municipio de Quiroga, Tzinztuntzan, y Janitzio, en el municipio de Pátzcuaro, donde las flores de cempasúchil, pan de muerto, veladoras, son aspectos comunes.

Estos puntos son obligados para quienes buscan de alguna forma comprender o darse la idea un poco de la forma en que recuerdan a los difuntos en la cultura purépecha.

Sin embargo, los dos últimos lugares, Tzintzunztan y Janitzio, tienen ya a su alrededor aspectos más comerciales, al ser donde se dan cita más los turistas.

Tradición de último año…

Entre las calles prácticamente oscuras, apenas con un incipiente alumbrado público que dibuja el camino, con dos recipientes, un por mano, cargando pozole, vienen caminando de regreso dos guares, vestidas con sus trajes típicos. Pasan por la plaza donde se encuentra la estatua de don Vasco de Quiroga, que tiene también a sus pies flores de cempasúchil, veladoras, toda la ofrenda del día.

En la plaza de Santa Fe de la Laguna, Quiroga, espera un grupo de niños con calabazas que adentro llevan veladoras. De golpe, unos con máscaras de hombres lobos o vampiros, se agolpan sobre los visitantes: “¿no coopera para mi calaverita?”, niños desde 3 años se arremolinan alrededor de los turistas.

A un lado de la plaza se pinta con cal lo que será la cancha donde se jugará el uárhukua, el juego de pelota encendida, tradicional de los pueblos purépechas.

A esta comunidad lo que los distingue en su forma de conmemorar a sus muertos, es que en las casas donde no tiene ni el año en que falleció al que habrán de hacerle todo el ritual, se prepara en su casa el altar, con aspectos que le gustaban. Este festejo, por sus características, se vive más en familia.

Aquí, llegan vecinos, amigos, familiares, para entregarles ofrendas, fruta por lo general, misma que colocan en el altar que les fue preparado por los deudos. Luego de entregar la ofrenda, sentados en el suelo, los familiares, que comparten con el que partió y regresa por esa noche a compartir con ellos, rezan el rosario en su memoria.

A fuera de la casa, de las paredes de adobe, las ollas con comida, tamales, pozole, corundas, y atole se van dando a los visitantes. Todo el que llega a recordar al que murió es bienvenido a compartir también los alimentos.

Dejan pasar a los grupos de turistas para que vean todo lo que tiene que ver con la tradición, a quienes les comparten también de la comida; los visitantes, en silencio, ajenos, piden permiso, toman fotos.

En las calles los niños siguen buscando de los distintos grupos de turistas que arriban a la comunidad que les den para su calaverita.

Mirones en los panteones

Para llegar a los panteones, en Tzintzúntzan, en día de muertos se tiene que dejar el vehículo a varios kilómetros de distancia. Varias cuadras alrededor de donde se encuentra el camposanto, está repleto de comercios y personas que caminan con sus bebidas en la mano.

Son principalmente jóvenes los que llegan a ésta  localidad, la fiesta para ellos ha comenzado, para ellos es distinto.

En los panteones, los deudos tienen arreglados con flores de cempasúchil los espacios donde moran los restos de sus difuntos. Cobijados con colchas, con comida, se juntan alrededor de las tumbas, algunos duermen.

Ya de noche, el panteón no tiene más luz que el de las veladoras que alumbran todo el lugar. Esta iluminación acentúa los gestos, hay los que ni se inmutan con la gran presencia de turistas curiosos, casi con morbo, que toman y toman fotografías.

Entre las tumbas pasan y pasan los turistas, se amontonan, y aunque procuran guardar silencio, se escucha el barullo provocado por a su paso.

De fondo, a lo lejos, se escucha que está oficiando misa, entre las tumbas; el aspecto religioso sigue vigente, aun con todo el movimiento de visitantes y curiosos y los flashes de sus cámaras.

Quienes recuerdan a sus difuntos se tapan, procuran no hacer caso al paso de tantas personas. Ya están acostumbrados, año con año el ritual es el mismo.

Que siga la Party

Primero hay que subir a la embarcación que llegue a Janitzio. Pasada la media noche esta se convierte en una fría travesía. La temperatura comienza a bajar, se siente de golpe.

Ahí la tradición sigue vigente entre comercios, artesanías, cerveza y el ambiente de bar que ha ido adquiriendo en los últimos años.

Embarcaciones llegan y se retiran, y vuelven por más turistas que buscan salir luego de un rato en la isla.

Desde lo lejos se ve cómo la estatua de Morelos crece mientras uno se acerca; esa mole que desde lo alto, con puño en alto, señala el punto al que hay que llegar.

Para llegar al panteón hay que pasar por callejones de escaleras, cuesta arriba. El espacio es reducido, y aunque hay personas que recuerdan a sus difuntos, acostados a un lado de las tumbas, con cobertores, tratando de hacer menos el frío que hace, son más los curiosos que caminan, pisando de forma irrespetuosa, incluso, las tumbas.

A cada rato es común la escena de alguno de ellos que llega con un tripié y su cámara, que tarda un rato en tomar su fotografía, frente al deudo, obstruyendo el paso de los visitantes.

Aunque en el panteón hay muchos visitantes, es incontable la cantidad de jóvenes que arriba a la isla sólo para subir a lo que parece un gran bar, el monumento a Morelos.

Para llegar ahí se tienen que subir pronunciadas escalinatas. Por los pasillos para llegar arriba hay puestos de comida, pero son más los puestos donde venden cerveza y bebidas alcohólicas.

Ya arriba, desde el mirador, cientos de jóvenes, provenientes del interior del estado, de otras entidades, incluso de otros países, llegan con sus bolsas con refrescos y botellas para servirse “unos tragos” para el frío.