El clima presenta sus condolencias en la Procesión del Silencio

Especial
Comparte

Morelia/ Ramón Méndez

Salgo de casa a las seis de la tarde para cumplir el cometido de hacer un relato de la Procesión del Silencio que este Viernes Santo se hace en la capital de Michoacán.

En la esquina del Colegio de San Nicolás (Avenida Madero Poniente y la calle del Nigromante) pregunto a un policía a qué hora pasa por el lugar la procesión ritual de este viernes luctuoso, y me contesta que emprenderán la marcha los penitentes a las siete de la tarde, desde el templo de San Diego. Son apenas las seis con veinte minutos, así que considero hay tiempo para ir a comer, se lo comento al informante y me dice que incluso para echarme una cervecita.

Voy a comer, y después me instalo en la Plaza Natalio Vázquez Pallares a esperar el acontecimiento, pasando unos cinco minutos después de las siete de la tarde, y me digo: “Ya vendrán por ahí”, mientras me como unos dulces de tamarindo que me dieron al pasar junto al altar de la Virgen de la Soledad, que oculta tras una manta la efigie del insigne nicolaita.

Hay mucha gente en el centro de Morelia. La calle principal, la Avenida Madero, está cerrada al tránsito vehicular desde la esquina del templo de La Merced y seguramente hasta el Jardín de Villalongín. A la banca en que estoy sentado llega un señor, ya viejo, y en la plática que emprendemos le pregunto si le gusta la poesía, y me dice que se aprende poemas para decírselos a las muchachas porque a ellas eso les gusta. Entonces yo lo digo un poema mío, me quita el libro de las manos, y se pone a leer, en silencio. Pasada una media hora llega por él una hermana y nos despedimos.

Decido ir a encontrarme con la Procesión del Silencio, y emprendo el camino por la Avenida Madero rumbo al templo de San Diego. En el Portal Hidalgo, en la banqueta, hay mucha gente sentada; enfrente también, en la banqueta de la Plaza de Armas. Prácticamente no se puede pasar si no pides permiso para que se hagan un poquito a un lado. En medio de la calle, vendedores de globos y juguetes, papas fritas, rehiletes, pero ya no de palmas o de plástico, como los de antaño, ahora son electrónicos, con lucecitas.

En el Portal Aldama también hay mucha gente esperando la Procesión, pero ahí está instalada una estructura metálica con tablas que sirven para que los espectadores se sienten como en un circo; en la calle siguiente, frente a Palacio de Gobierno, hay una estructura similar, y ahí, lo mismo que enfrente, junto a la Plaza Melchor Ocampo, barras metálicas para que los espectadores no invadan la avenida.

Sigo el camino rumbo a San Diego para encontrar a la Procesión, y en la esquina del Templo de la Cruz oigo tambores; me apresuro, y frente al Templo de las Monjas me encuentro con la primera fila de los penitentes, unos encapuchados vestidos de negro, que son quienes tocan los tambores oídos. Faltan diez minutos para que sean las ocho de la noche.

La columna que sigue lleva la cara descubierta y es la primera que porta cirios; después siguen los encapuchados de rojo, cuya primera columna lleva en andas un altar de la Virgen de la Soledad.

Siguen después mujeres con sus rostros descubiertos, y las siguen hombres encapuchados, o enmascarados, con máscaras y cascos plateados; y otra vez más mujeres con caras descubiertas, vestidas de negro, y luego hombres que portan un altar donde se ve al Cristo del Prendimiento.

Los penitentes que siguen la marcha llevan en andas un altar de la Virgen de Guadalupe, van vestidos de blanco con capas verde-azules encima.

Viene después un penitente solitario con una cruz a cuestas, y luego una mujer que porta un estandarte, a la que siguen más penitentes encapuchados que portan un altar de un santo que no logro identificar. Atrás, otro altar en andas que lleva la imagen del Jesús el Cristo después de la jornada de azotes que le impusieron tras su captura.

Después más encapuchados, con velas en las manos; otro estandarte con la Virgen de la que no alcanzo a notar su advocación, y detrás mujeres con trajes purépechas y canastas en los brazos, las caras sin velos, pero sin los rebozos de rayas azules que suelen portar nuestras paisanas.

Viene después otro estandarte, seguido de una columna de nueve tambores, y atrás de ésta otro altar en andas con Jesús cargando la cruz, seguido de una columna de muchachos de traje blanco con capas rojas, aparentan monaguillos; luego otra columna de mujeres con ropas negras y, en medio, un hombre con una cruz a cuestas.

Siguen más tambores, los portan y tocan encapuchados sin cirios; luego un altar en andas con el Cristo crucificado, y atrás más penitentes encapuchados con velas y después de ellos otros que portan banderas; vienen después más tambores, y otro altar en andas que representa el Santo Sepulcro.

Faltan unos quince minutos para que sean las nueve de la noche, y empieza a llover, una lluvia de grandes gotas, y en el cielo se oyen truenos imponentes: pareciera que la lluvia se desencadenará en tormenta.

Doy vuelta en la Avenida Madero rumbo al templo de San Francisco, a fin de adelantarme a la Procesión, pues en la calle principal hay mucha gente. Cuando retomo la ruta, a la altura de la Plaza Melchor Ocampo, alcanzo a vez que algunos de los penitentes ingresan a la Catedral, me acerco y pregunto si ahí es donde termina la Procesión, y el sacerdote interrogado me contesta que no, debía ir al Templo de Capuchinas, pero en este caso se suspendió por la lluvia, y ya los penitentes tomaron camino hacia sus casas.

En la Catedral de Morelia el arzobispo, Alberto Suárez Inda, rememora la tristeza de la Virgen de la Soledad para los feligreses que en ese momento están en el recinto.

Yo me voy a mi casa; en el camino, junto al Templo de la Merced, me encuentro con dos penitentes desbalagadas vestidas de blanco.