AMLO decepcionará: EZLN

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Morelia/Acueducto
El siguiente texto -redactado por los subcomandantes Galeano, antes Marcos, y Moisés- es el posicionamiento, a su manera, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en el cual habla del arribo de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República, y en donde la esencia indica que no esperan cambios y si desilusión:

julio del 2018.
A l@s individu@s, grupos, colectivos y organizaciones de las Redes de Apoyo al CIG:
A la Sexta Nacional e Internacional:
Considerando que:
Primero y único:
La Gran Final.
Llega usted al gran estadio. “Monumental”, “coloso”, “maravilla arquitectónica”, “el gigante de concreto”, calificativos parecidos se repiten en las voces de los locutores que, a pesar de las distintas realidades que describen, coinciden en resaltar la soberbia construcción.
Para llegar a la grandiosa edificación, usted ha tenido que sortear escombros, cadáveres, suciedad. Cuentan quienes más años cuentan, que no siempre fue así; que antes, en torno a la gran sede deportiva, se levantaban casas, barrios, comercios, edificios, ríos y arroyos de gente que uno esquivaba hasta casi toparse de narices con el gigantesco portón, que sólo se abría cada tanto tiempo, y en cuyo dintel se leía: “Bienvenido al Juego Supremo”. Sí, “bienvenido”, en masculino, como si lo que ocurriera dentro fuera cosa sólo de varones; como antes los sanitarios, las cantinas, la sección de máquinas y herramientas de las tiendas especializadas… y, claro, el futbol.
Pero, a vuelo de pájaro, la imagen vista bien podría ser un símil de un universo contrayéndose, dejando en su periferia muerte y destrucción. Sí, como si el Gran Estadio fuera el hoyo negro que absorbe la vida a su alrededor y que, aún insaciable, eructa y defeca cuerpos sin vida, sangre, mierda.
Desde cierta distancia, se puede apreciar el inmueble en su totalidad. Aunque ahora sus erróneas disposiciones arquitectónicas, sus fallas estructurales en cimientos y edificaciones, sus cambiantes decoraciones al gusto del equipo ganador en turno, aparecen cubiertas por una tramoya que abunda en llamados a la unidad, la fe, la esperanza y, claro, la caridad. Como si se ratificara así esa semejanza entre cultos religiosos, políticos y deportivos.
Usted no sabe mucho de arquitectura, pero le molesta esa insistencia casi obscena en una escenografía que no coincide con la realidad. Colores y sonidos proclamando el fin de una era y el paso al mañana soñado, la tierra prometida, el reposo que ya ni la muerte promete (se dice usted mientras hace un recuento de sus cercanas, personas desaparecidas, asesinadas, “exportadas” a otros infiernos, y cuyos nombres se diluyen en estadísticas y promesas de justicia y verdad).
Como en la religión, la política y los deportes, hay especialistas. Y usted no sabe mucho de nada. Le marean los inciensos, salmos y alabanzas que pueblan esos mundos. Usted no se siente capaz de describir el edificio, porque usted anda otros mundos, sus largos y tediosos caminos transcurren en lo que, desde los soberbios palcos del gran estadio, se podría llamar “el subsuelo”. Sí, la calle, el metro, el colectivo, el vehículo en abonos o pagado con cargo a otros abonos (una deuda siempre pospuesta y siempre creciente), el camino de terracería, las rutas de extravío que conducen a la milpa, a la escuela, al mercado, al tianguis, al trabajo, al jale, a la chinga.
Usted se inquieta, sí, pero el optimismo de dentro del gran estadio es mayoritario, abrumador, a-v-a-s-a-l-l-a-n-t-e, y desborda hacia afuera.
Como en esa canción que usted recuerda vagamente, el espectáculo que ya terminó, unió “al noble y al villano, al prohombre y al gusano”. En esos momentos la igualdad fue reina y señora, no importa que el silbatazo final haya vuelto a cada quien a su lugar. Basta del olvido de que cada uno es cada cual, de nuevo, “y con la resaca a cuestas/ vuelve el pobre a su pobreza, /vuelve

el rico a su riqueza /y el señor cura a sus misas /se despertó el bien y el mal/ la zorra pobre vuelve al portal, / la zorra rica vuelve al rosal, / y el avaro a las divisas”.
Y es que, ahora le informan a usted ruidos e imágenes, el partido ha finalizado. La gran final tan esperada y temida, concluyó y el equipo vencedor recibe, con falsa modestia, los clamores de los espectadores. “El respetable público”, dicen voceros y cronistas. Sí, así se refieren a quienes han participado activamente con gritos, porras, hurras, insultos y diatribas, desde las gradas, como espectadores a quienes sólo en la gran final se les permite simular que están frente al balón y que su grito es el puntapié que dirige el esférico “al fondo de las redes”.
¿Cuántas veces ha escuchado usted eso? Muchas, ¿vale la pena contarlas? Las derrotas reiteradas, la promesa que a la que sigue sí, que el árbitro, que el campo, que el clima, que la luz, que la alineación, que la estrategia y la táctica, que etcétera. Al menos la ilusión actual alivia esa historia de fracasos… a la que luego se sumará la desilusión prevista.
En las afueras del recinto, una mano maliciosa ha rayado, en el soberbio muro que rodea el estadio una sentencia: “FALTA LA REALIDAD”. Y no conforme con su herejía, la mano le ha agregado trazos y colores a las letras, tan variados y creativos que ya no parecen pintados. Ya no es un grafiti, sino una inscripción como grabada con cincel, manchando el concreto. Una huella indeleble en la apática superficie del muro. Y, para colmo, el último trazo de la “D” final ha abierto una grieta que se alarga hasta el basamento. Un cartel, roto y descolorido, con la imagen de una feliz pareja heterosexual, con un par de hijos, niño y niña, y con el encabezado de “La Familia Feliz”, trata en vano de ocultar la hendidura que, tal vez por un efecto óptico, parece rasgar también la feliz imagen de la familia feliz.
Pero ni el ruido interno que hace vibrar las paredes del estadio logra disimular la grieta.
Dentro, aunque el partido ha terminado, la muchedumbre no abandona el estadio. Aunque no tardará mucho en que sea de nuevo expulsada de vuelta al valle de ruinas, la multitud embelesada se hace eco de sus propios gritos e intercambia anécdotas: quién gritó más fuerte, quién hizo la mejor burla (se dice “meme”), quién divulgó la mentira más exitosa (el número de “likes” determina el grado de verdad), quién lo supo desde un principio, quién nunca dudó. En las tribunas, algunos, algunas, algunoas, intercambian análisis: que “¿sí viste que los contrarios cambiaron de camiseta en el medio tiempo y que ahora festejan la victoria quienes iniciaron el encuentro con el uniforme del equipo rival?”; que “el árbitro (el siempre “árbitro vendido”) ahora sí cumplió porque la victoria del equipo todo lo limpia y enaltece”.
Algunos, algunas, algunoas, más escépticos, ven con desconcierto que, entre quienes celebran el triunfo, están los que jugaron y juegan en equipos rivales. Tratan, pero no entienden. O sí entienden, pero no es hora de entender, sino de festejar. Para dejárselos claro, una pantalla gigante parpadea con la tonada visual de moda: “Prohibido Pensar”.
La noche ha pospuesto su llegada, piensa usted. Pero se da cuenta de que son los reflectores y los fuegos de artificio los que simulan claridad. Claro, una claridad selectiva. Porque allá, en aquel rincón, unas gradas se han derrumbado y los equipos de rescate no acuden, ocupados como están en el festejo. La gente no se pregunta cuántos muertos, sino de cuál equipo eran seguidores. Más allá, en ese otro rincón oscuro, una mujer ha sido agredida, violada, secuestrada, asesinada, desaparecida. Pero, vamos, es sólo una mujer, o una anciana, o una jóvena, o una niña. Los medios, siempre en sintonía con los tiempos que corren, no preguntan el nombre de la víctima, sino si portaba su playera de tal o cual equipo.
Pero no es tiempo de amarguras, sino de fiesta, de brindis, del f-i-n-d-e-l-a-h-i-s-t-o-r-i-a mi buen, del comienzo de un nuevo campeonato. Fuera, la oscuridad parece el colofón pictórico para la zona devastada. Sí, piensa usted, como un escenario de guerra.
El barullo le reclama atención. Usted trata de tomar distancia para comprender el impacto de ese gran triunfo de su equipo favorito… mmh… ¿era su equipo favorito? Ya no importa, el triunfador siempre fue y será el equipo favorito de las mayorías. Y, claro, todos sabían que el triunfo era inevitable, y en tribunas se suceden las explicaciones lógicas: “sí, no era posible otro resultado, sólo el de la copa embriagante coronando los colores del equipo favorito.”
Usted trata, sin conseguirlo, de hacer suyo el entusiasmo que inunda las tribunas, los palcos, y parece llegar hasta el punto más alto de la construcción donde, lo que se adivina es una lujosa habitación, refleja en sus vidrios polarizados las luces, los gritos y las imágenes.
Usted recorre las tribunas con dificultad, la gente se abarrota en pasillos y escaleras. Busca usted algo o alguien que no lo haga sentir extraño, camina como un extraterrestre o un viajero del tiempo que aterriza en un calendario y una geografía desconocidos.
Se detiene un poco donde dos personas de edad miran con atención una especie de tablero. No, no se trata de ajedrez. Ahora que usted se ha acercado lo suficiente, ve que se trata de un rompecabezas con apenas algunas piezas engarzadas y sin la figura final siquiera esbozada.
Una persona le está diciendo a la otra: “Bueno, no, no me parece que sea ficción. Después de todo, el pensamiento crítico debe partir de una hipótesis, por alocada que parezca. Pero no debe abandonar el rigor para confrontarla y verificar si procede, o hay que buscar otro punto de arranque.” Y, tomando una de las piezas del rompecabezas, esa persona la muestra y dice: “por ejemplo, puede ser, a veces, que lo pequeño ayude a entender lo grande. Como si en esta pequeña parte pudiéramos adivinar o intuir la figura ya completada”. Usted no escucha lo que sigue, porque los grupos vecinos gritan contra ese extraño par y acallan sus palabras.
Alguien le ha pasado un volante. “Desaparecida” se lee, y una imagen de una mujer cuya edad usted no puede determinar. ¿Una anciana, una mujer madura, una jóvena, una niña? El viento le arrebata el volante y su vuelo se confunde con las serpentinas y el confeti que nublan la vista.
Y hablando de niñas…
Una niña, pequeña, de piel oscura, de ropas extrañas de tan coloridas y adornadas, mira el estadio, las tribunas, las luces multicolores, las sonrisas de vencedores y vencidos, alegres las primeras, maliciosas las segundas.
La niña tiene una duda. Se adivina en la expresión de su rostro, en su mirada inquieta.
Usted se siente generoso, al fin al cabo usted ha ganado… mmh… ¿ha ganado? Bueno, no importa. Usted se siente generoso y, solícito, le pregunta a la niña qué busca.
La niña le responde: “el balón”. Y, sin voltear a verlo a usted, sigue con su mirada barriendo la gran construcción.
“¿El balón?”, pregunta usted como si la pregunta viniera de otro tiempo, de otro mundo.
La niña suspira y añade: “bueno, de ahí que tal vez lo tiene el dueño”
“¿El dueño?”
“Sí, el dueño del balón, y del estadio, y del trofeo, y de los equipos, y de todo esto”, dice la niña mientras con sus manitas intenta abarcar la realidad concentrada en el gran estadio.
Usted trata de encontrar las palabras para decirle a la niña que esas preguntas no vienen al caso, o cosa, según, pero entonces usted recuerda…, o más bien no recuerda haber visto el balón. En su mente le aparece una imagen borrosa, cree que al inicio del partido, del esférico con sus gajos manchados por “nuestros amables patrocinadores”. Ni siquiera en los goles anotados lo ubica.
Pero ahí está la pantalla del marcador, y la pantalla marca la realidad que importa: tal ganó, tal perdió. Ningún marcador señala quién es el dueño ni siquiera del marcador, mucho menos quién es el dueño del balón, de los equipos, de las tribunas, de las “cámaras y micrófonos”.
Además, el marcador no es un marcador cualquiera. Es el más moderno que existe y costó una fortuna. Incluye el VAR para ayudar a sus empleados a sumar o restar puntos en la pantalla, y para las repeticiones instantáneas o reiteradas de cuando “juntos hicimos historia”. Y el marcador no marca los goles, sino los gritos. Gana quien más grite, entonces ¿quién necesita el balón?
Pero entonces usted revisa sus recuerdos y nota algo extraño: minutos antes del final del partido, la porra, la barra, la fanaticada del equipo contrario guardó silencio. Y los gritos de los seguidores del equipo ahora triunfador no tuvieron rival. Sí, muy extraña esa súbita retirada. Pero más extraño es que, cuando en la pantalla del marcador no se reflejaban aún los resultados, ni siquiera los parciales, el equipo contrario volvió a la cancha sólo para felicitar al triunfador… que todavía no era triunfador. En los altos y lujosos palcos del estadio estalló la algarabía y los colores de sus pendones eran ya los del equipo ganador. ¿A qué hora cambiaron de favorito? ¿Quién ganó realmente? Y sí, ¿quién es el dueño del balón?
“¿Y por qué quieres saber quién es el dueño?”, cuestiona usted a la niña, porque le parece que, no obstante sus dudas, es tiempo de silbatos y matracas, y no de preguntas necias.
“Ah, porque ése no pierde. No importa qué equipo gane o pierda, el dueño siempre gana.”
Usted se incomoda con la duda que eso plantea. Y se incomoda más al ver a quienes declaraban que el equipo ahora triunfador traería desgracias, celebrando un triunfo que, apenas unas horas antes, no era suyo. Porque no se ve que hayan perdido, más bien festejan como si el triunfo fuera suyo, como si dijeran “ganamos otra vez”.
Usted está a punto de decirle a la niña que deje la amargura en otro lado, que tal vez esté en sus días, o en la depre, o no entiende nada, después de todo es sólo una niña, pero en eso el respetable prorrumpe en un alarido: el equipo vencedor regresa a la cancha para agradecer al respetable su apoyo. La gente-gente sigue en las tribunas y contempla, arrobada, a los modernos gladiadores que han vencido a las bestias… ¡un momento!, ¿no son las bestias quienes ahora abrazan y festejan y cargan en hombros al equipo vencedor?
Usted se ha quedado pensando en lo que dijo la niña. Y recuerda entonces, inquieto, que el equipo contrario, conocido por su rudeza, mañas y trampas, abandonó el partido justo antes de que sonara el silbatazo final. Sí, como si temiera que su inercia propia, pudiera hacerlo triunfador (con trampa, claro) y, para evitarlo, se retirara completamente. Y con él, desaparecieron sus porras, sus fanáticos, sus, ahora usted lo recuerda, contados banderines y banderas.
La algarabía sigue. Al parecer en tribunas no importa el absurdo que transcurre en el centro del campo, donde el pódium espera la premiación final.
Usted se hace eco de la pregunta de la niña y, con timidez, cuestiona a su vez:
“¿Quién es el dueño del balón?”
Pero el grito masivo se traga su pregunta, y nadie le escucha.
La niña le toma de la mano y le dice: “Vámonos, tenemos que salir”
“¿Por qué?”, pregunta usted.
Y la niña, señalando la base de la gran edificación, responde:
“Se va a caer”.
Pero nadie parece darse cuenta… Un momento, ¿nadie?
(¿continuará?)