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Morelia/Vianey J. Cervantes

Juan Carlos Ortega, alías “El Negro” para los amigos, fue el profesor para el Taller de Redacción Periodística, donde durante 16 horas de intensidad narrativa nos habló sobre vicios, enfermedades, falacias, condicionales y oraciones subordinadas sustantivas a función del sujeto, entre otras cosas y errores que nos llevarían al purgatorio del lenguaje.

Para completar esas dieciséis horas – que si somos sinceros fueron dieciocho en total- nos reunimos en el Hotel Pórtico, una oda al arte, con galería, esculturas y cuadros, así como una decoración que invitaba a cualquiera a detenerse a mirar hasta las tazas en venta.

Al llegar, me encontré con el equipo Acueducto, Julieta Coria, Enrique Castro, Héctor Tenorio y desde luego nuestro jefe, Samuel Ponce, a quien miré sorprendida, pues no esperaba verlo y porque cuando vas tarde siempre te sorprende encontrarte al jefe. Afortunadamente, el mismo taller comenzó con veinte minutos de retraso, entonces pasamos del patio adornado con esculturas y un techo con un sol de cristales, hacia la sala de lectura.

La sala donde nos encontrábamos sentados era, por decir poco, aclimatadora. El enorme espejo mostraba el movimiento de las manos de Juan Carlos al hablar, con plumón en mano y los rostros, algunos concentrados, otros dispersos, de los asistentes. La leyenda grabada en él, “¿ya viste al lector que llevas dentro?” era perfecta. Por todo el lugar te rodeaban los elementos básicos de un escritor: Libros, café, (mezcal, si te inclinas a lo Juan Rulfo o Buwoski), hojas en blanco y una pluma, pero claro que nadie fue por su aclimatador narrativo.

La sesión del primer domingo fue como despertar a un compañero dormido desde la secundaria, donde nos recordaron a esos amigos olvidados, los verbos, verboides, sinónimos, adjetivos, pronombres y tiempos.

Durante el día y mientras la noche se acercaba cada vez más, entre que hablar sobre el vigor expresivo y la sencillez, algunos asistentes de esta primera generación se marchaban.

Cuando fue tiempo del último ejercicio, debíamos escribir una nota sobre el simpatiquísimo Donald Trump y su primera petición económica para la planeación del muro, de acuerdo a cuatro conceptos que se mezclaban entre sí: pedante, más informativo, menos informativo, vulgar.

El resultado de algunos fue muy divertido, algunos hablando como Cervantes Saavedra y otros más al estilo “el copetudo del norte…”. Ese primer día resultó interesante, casi a las nueve de la noche la calle nos vio salir, cada quien a su próximo destino.

Ya el segundo domingo, gran parte de nuestras ocho horas intensivas se la dedicamos a la incomprendida, la temida, o como la llamaba Julio Cortázar, “la puerta giratoria del pensamiento”, la indispensable coma. Afuera del hotel, el cielo se caía en gotas y el aire era frío, muchos desprevenidos no llevaban chamarra.

La sala de lectura se encontraba entrando a la izquierda, las paredes eran blancas y del techo colgaban libros con un foco en el medio, había estantes hechos con tabiques y pedazos de madera, dos grandes puertas de madera que cubrían unos gruesos ventanales por donde, la primera sesión, veíamos pasar a los turistas con gorras, pantaloncillos cortos color caqui y lentes oscuros y a dos o tres morelianos enamorados caminando por las calles (quizás por esas distracciones habrían cerrado las puertas en este segundo y último domingo).

Conocimos los cinco CO para el uso de la coma: COnjunciones simples, COnjunción adversativa, COnjunción disociada, COndicionales y COnsecuencia. Analizamos un texto entonces, de manera grupal, donde cada quien marcaba el error o la coma. Fue bastante divertido, esa semana asistieron Ariel y Samuel, quienes, un ratito sentados al fondo y otro en la mesa del frente, trabajaban con el equipo en los ejercicios, Héctor no paraba de hablar sobre qué comeríamos aquel día, y las preguntas a Juan Carlos aumentaron, quizás por el nuevo nivel de confianza que había generado con sus alumnos, Quique se ponía de pie y caminaba con su cámara por la habitación, tomando fotos y bebiendo café.

Justo antes de salir a comer, nos tomamos la foto del recuerdo como la primera generación del taller, donde todos sonreíamos a la cámara mientras, afuera, la lluvia golpeaba suavemente la cantera y el cielo prepara un espectáculo rojizo a nuestros ojos. Después de esa merecida pizza mexicana, volvimos, algunos revitalizados y otros con un poco del conocido “mal del puerco”, pero nada nos impidió beber otra taza de café y comer una galletita más.

Otro sujeto, con un pañuelo a la José Ma. Morelos en su cabeza, caminaba con su cámara también, desde temprana hora. Entonces salimos a comer, antes de ver un buen análisis de la acentuación, donde pensaba que, si algunos hubiéramos puesto más atención en clases de español, sí podríamos dar claramente las normas de las palabras acentuadas; mas no fue así, por lo que sé. Él, Juan Carlos, no sólo nos dio una lista de palabras, sino que nos explicó qué función tenía cada una de ellas.

Finalmente, y como cereza del pastel, nos dio la clave para la problemática más confusa de mi vocabulario: porqué, por qué, porque y por que; mismas que gustosamente compartiré en cuanto tenga la oportunidad de presumir que sí se usar el porque en todas sus modalidades.

La foto del recuerdo se compartió en redes sociales, Juan Carlos nos pasó su contacto, en caso de dudas, sugerencias e incluso para apoyo en una nota (quizás le tome la palabra para esta crónica), algunos se dieron la despedida momentánea, hasta que el periodismo nos una de nuevo. Afuera, el viento era frío y las calles húmedas congelaban los caminos de cantera que habríamos de recorrer, cada uno, hasta su propia casa.